A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.




© Rubén Varona

Dedicatoria

A Johann Rodríguez-Bravo,
estas fantasías tan mías como suyas.

Epígrafes

Por toda herencia tienes
este cielo podrido Babilonia
ese canto fantasma
de un moscardón que vuela
verde de tanto amarte Babilonia
Toda piedra es extraña todo río
lame un lecho purpúreo. No estás sola
Ahora te acompañan Padre nuestro
que estabas en los cielos
nubes leprosas pobre Babilonia

Giovanni Quessep

Sabía que me había enamorado de Lolita para siempre; pero también sabía que ella no sería siempre Lolita. El uno de enero tendría trece años. Dos años más, y habría dejado de ser una nínfula para convertirse en una “jovencita” y después en una “muchacha”, ese colmo de horrores. El término “para siempre” sólo se aplicaba a mi pasión, a la Lolita eterna reflejada en mi sangre.

Vladimir Nabokov

Noticia

Jueves antes de Semana Santa - Tarde

Terminada la eucaristía, el ataúd con los restos de Lazzar Arabia Abdala fue conducido hasta el camposanto “Los Huertos”.
Ahí, en medio de himnos, flores y demostraciones de afecto, lo sepultaron ante la mirada atenta de familiares, amigos y curiosos. Minutos después, Manuel Arabia fue abordado por un hombre de estatura mediana. Según observó, tenía la cabeza más grande de lo normal. Llevaba entre los dientes una pipa curva, que de tanto fumar, había decolorado su barba.
— ¡Acompañándolo en su dolor! Soy el agente Valdivieso y tengo a cargo el caso de su papá.
— Mucho gusto —respondió Manuel, estrechándole la mano—. ¿Y ya agarraron a los asesinos?
— Vaya despacio, joven. Estamos en eso.
Manuel le solicitó información sobre el asesinato de su papá.
Según el detective, Lazzar revisaba que todo estuviera en orden para la inauguración de “El Museo de la Tortura y la Pena Capital”, cuando lo golpearon por la espalda con un martillo y lo arrastraron hasta la guillotina. El martillo fue tomado de la caja de herramientas del conserje, que había estado trabajando ahí durante la mañana. Mientras Valdivieso relataba los hechos, Manuel recordó el momento en que acompañó a su papá a comprar el primer objeto del museo: un hacha del siglo XIV, que tenía grabado el escudo de armas de una familia escocesa. De ahí en adelante, él siguió recolectando este tipo de objetos en diferentes anticuarios del mundo. La noche de la inauguración se presentarían simulacros de ejecuciones con la ayuda de señuelos fabricados en tela.
— De inmediato sucedió el crimen, ordené hacer un estudio dactilar al salón —complementó Valdivieso alisándose la barba—. Las únicas huellas recientes encontradas fueron de su papá y del conserje. Esto arroja tres hipótesis: la primera,
que en el momento de cometer el crimen el asesino o los asesinos usaban guantes; la segunda, que tuvieron tiempo de sobra para borrar su rastro y la última, que el asesino es el conserje.
— ¿Y qué hallaron en la autopsia?
— Una alta dosis de cafeína y de una sustancia llamada “Metilfenidato”, que al parecer Lazzar empleaba para mantenerse despierto. La pregunta que me surge es —continúo Valdivieso—, si la inauguración del museo estaba casi lista, ¿por qué motivos su papá estaría evitando dormir?
— ¿Y ya interrogaron al conserje?
— Por supuesto, es el principal sospechoso. No sólo porque el martillo le pertenecía, sino, también, porque no tiene coartada.
Manuel permaneció unos segundos pensativo, luego preguntó: — Señor agente, ¿qué relación encuentra usted entre el envenenamiento de mi tía Esther, el suicidio de Jorge y el crimen de mi papá?
— Vea joven, le repito: ¡Tenga paciencia! Estamos haciendo lo humanamente posible…
— ¡Pues si es del caso —enfatizó Manuel subiendo el tono de voz—, hagan un pacto con el diablo, pero que este crimen no quede impune!
Luego, Valdivieso contó al joven Arabia que Marcela, la empleada que encontró el cuerpo de Lazzar, declaró haber escuchado gritos en la escena del crimen. Ella se dirigía a la cocina, porque a las cuatro y treinta había acordado reunirse con el chef. Marcela declaró que iba cinco minutos tarde cuando escuchó un golpe fuerte y seco. Inmediatamente después oyó dos gritos. Las puertas del museo estaban abiertas y la cabeza de Lazzar yacía a un lado de la guillotina. Por cuestión de segundos la cocinera se desmayó. Al recobrar el sentido pidió ayuda, pero como nadie fue a auxiliarla corrió a la recepción.
— Cuando se dio cuenta de que los asesinos escaparon — afirmó Valdivieso carraspeando para aclarar la voz—, la cocinera sufrió un ataque de histeria y se hizo necesario internarla en una clínica de reposo.
— ¿Y cómo fueron los gritos?
— Según ella, muy leves y eran dos voces distintas a la de Lazzar.
Manuel le pidió a Valdivieso que cualquier información al respecto se la hiciera conocer. En seguida se despidió, encendió un cigarrillo y buscó un teléfono público para llamar a su novia a Paris. Agobiado por la tristeza le dijo que mientras no tuviera mayor información sobre el asesinato, lo mejor sería comunicarse sólo cuando él la llamase: era probable que las líneas telefónicas estuvieran intervenidas. A regañadientes Satine aceptó, rogándole que tuviera mucho cuidado y que, contrario a su costumbre, tratara de no meterse en problemas.

Noche

El joven Arabia tomó un baño en casa de su tía Esther. Después le pidió a ella que le narrara todos los hechos desde que fue llevada por envenenamiento a la “Clínica el Remanso”. Esther, hablando con dificultad, porque tenía la mitad de su rostro paralizado, señaló:
— Si hubiera pasado más tiempo sin atención médica, probablemente yo habría muerto.
— ¿Pero cómo te diste cuenta de que habías sido envenenada?
— Tenía un fuerte dolor en el pecho y en el estómago. Cuando fui a la clínica los médicos me diagnosticaron pancreatitis. Con el correr de las horas yo me sentía peor y empecé a brotarme, entonces ellos concluyeron que había sido envenenada.
— ¿Y el veneno te lo suministraron en alguna comida?
— Sí, pero es casi imposible establecer dónde la ingerí. Según ellos, la sustancia utilizada hizo aparecer los primeros síntomas muchos días después.
— Cuando me enteré de lo ocurrido estuve averiguando y encontré que ese tipo de sustancias eran usadas por el servicio secreto de la antigua Unión Soviética y por algunos brujos de la amazonía. ¿Lo que no entiendo es a quién le pudo interesar asesinarte?
— Eso es precisamente lo que la policía está investigando. Por lo pronto, hijo, si no salimos ya, llegaremos tarde a la lectura del testamento. Si lo prefieres, vamos en el carro de tu papá que está en el garaje. Las llaves las tengo en el cajón de la mesa de noche.
Manuel condujo aquel Mercedes Benz hasta el Hotel Arabia: una verdadera joya de la arquitectura religiosa. El hotel, de techos altos y grandes ventanales, se encontraba ubicado en el centro histórico de la ciudad, cerca de los museos, iglesias
y sitios de mayor interés. Cuando llegaron, uno de los porteros, al ver acercarse ese destello de plata, alas de gaviota, modelo 54, sintió que todo era una pesadilla de la que ya era tiempo de despertar. Siendo las 7:30, Manuel entregó las llaves del carro en el estacionamiento y encendió un cigarrillo.
Entró al hotel de la mano de su tía, quien cubría su rostro con una pañoleta. En el libro de visitantes ilustres se encontraban registrados casi todos los presidentes, artistas, escritores, diplomáticos e incluso miembros de la realeza que hasta la fecha habían viajado por esta región.
Los trabajadores del Hotel Arabia, aterrados por la mejoría de Esther y suponiendo que Manuel era el único heredero, les hicieron calle de honor y los condujeron a la sala de juntas, ubicada en el primer piso del convento que doscientos años atrás fue un monasterio franciscano. El hotel se encontraba dividido en dos claustros y en un lugar conocido como “El Bosque Encantado”.
En la sala de juntas los esperaban cuatro de los accionistas del hotel y el abogado de Lazzar. Manuel, sabiendo que cualquiera de ellos pudo tener motivos para asesinar a su papá, les dio un fuerte abrazo y, de acuerdo a las indicaciones del presidente de la Junta Directiva, tomó asiento en la cabecera de la mesa, lugar donde se sentaba Lazzar. A su izquierda, limpiando el lagrimeo constante de sus ojos, se sentó Esther. A Manuel no dejó de maravillarlo el lienzo de Simón Bolívar empuñando su espada y bañado de gloria, así como la lámpara de cristal de murano que prendía del techo y proyectaba una gama de colores verdosos y rojizos.
Según informó el Presidente de la Junta Directiva, en aquella reunión debía darse lectura al testamento y de manera provisional elegir un nuevo gerente para el Hotel Arabia. Mientras el presidente puso en consideración el orden del día, Manuel recordó una conversación que cuando niño escuchó entre algunos trabajadores. Uno de ellos, el vigilante, contaba que una noche, luego de terminar el turno de trabajo, estuvo celebrando su cumpleaños con una de las camareras. De repente,
oyó la risa de una joven. La risa se fue convirtiendo en carcajada y se oía cada vez más cerca. Creyendo que su amiga había regresado del baño salió a buscarla y en las escaleras en piedra de cantera que del claustro principal conducen a la segunda planta, se encontró a una joven de mirada tan intensa que traspasaba el velo blanco de su rostro. Sin pronunciar palabra la mujer continuó su camino. Él se apresuró a seguirla, pero ella, sin dejar de reírse, cada vez se alejaba y se iba haciendo más y más difusa. El vigilante no pudo explicar lo ocurrido después; sólo recordó el despertar en el antiguo cementerio franciscano, sobre la tumba de una mujer de nombre ilegible. Sus amigos aseguraron que se trataba de una monja de la Encarnación, a quien sus padres internaron en dicha orden de religiosas cuando se dieron cuenta de que ella tenía una espantosa enfermedad: su corazón dejaba de latir por varios minutos y luego continuaba su marcha. A pesar de esto, era la niña más alegre, hermosa y bendecida de todas. De esta historia, lo que más impresionó a Manuel, fue la tarde en que su papá le enseñó un documento en donde los cronistas de la época registraron que en uno de esos ataques de catalepsia la sepultaron viva.
Según informó el abogado, Lazzar Arabia Abdala hizo el testamento dos semanas antes de fallecer y nombró a Manuel como único heredero. Su último deseo era que todos los accionistas nombraran a su hijo como Gerente General del Hotel Arabia. Con las acciones que heredó de su papá y con las que para entonces ya tenía, Manuel se había convertido en el principal accionista. Una vez leído el testamento, se abordó el segundo punto del orden del día. Sin mayores preámbulos se dio humo blanco: con su aceptación y durante un periodo de prueba de seis meses, Manuel fue designado Gerente General.
Los fundadores del Hotel Arabia fueron los padres de Lazzar, de origen libanés. Llegaron a América del Sur huyendo de la primera guerra mundial. A Manuel le gustaba escuchar la historia de sus abuelos Abraham y Judith, quienes empezaron
vendiendo mercancías de puerta en puerta. Cuando su situación económica mejoró, abrieron un almacén de telas y paños importados. Años después compraron el hotel.
A pesar de que en consenso Manuel fue nombrado gerente, se sintió intranquilo por la actitud despectiva de Rafael Eduardo, el accionista que asumió la presidencia de la Junta Directiva después del suicidio de Jorge Ayerbe. Rafael fue incisivo en cuestionarlo sobre sus capacidades para guiar los destinos de tanta gente y hacer que los trabajadores y la ciudadanía en general recobraran la confianza en el hotel.
Al finalizar la reunión, Manuel subió a la segunda planta y
caminó por los pasillos hasta llegar a “El Café del Abad”. Extrañaba mucho a su prometida y aún no podía creer que su papá estuviera muerto. Entró por una gran puerta de cuartelones de cristal, encendió un cigarrillo, tomó asiento en la barra y se detuvo a observar cómo la barmaid preparaba un cóctel en aparente indiferencia. No había nadie más en el café-bar. Cuando el “caipiriña” estuvo listo, sin que Manuel lo pidiera, ella se lo entregó y le dijo:
— Sabía que vendría.
Manuel, que sólo iba por una copa y que no tenía idea de la existencia de aquella joven de ojos esmeralda y largas pestañas, sin dejar de observarla preguntó:
— ¿Acaso nos conocemos?
Salomé traía puesto el uniforme del Hotel Arabia: una falda corta de color gris ajustada a los dieciocho años de su cuerpo. Su blusa era blanca y tras aquel cabello castaño, rizado y abundante, insinuaba una bendecida naturaleza. De su cuello colgaba un medallón antiguo en forma de media luna. Mientras Manuel tomaba el “caipiriña”, ella lo miraba atenta, lo sabía por sus ojos de embrujo capaces de traspasar sus más bizantinos secretos.
— Donde quiera que Dios tenga en su gloria al doctor Lazzar, él debe estar sintiéndose muy orgulloso de usted —susurró Salomé encendiendo un cigarrillo.
Sus palabras lo desarmaron por completo. Manuel, intrigado, quiso preguntar con exactitud a qué se refería, pero en ese momento entró al café uno de los botones, quien le informó que la tía Esther lo estaba esperando.
— La buscaré —anunció Manuel—, tenemos muchas cosas de qué hablar...
Salomé extendió su mano izquierda en señal de despedida.
La frialdad de sus dedos y el recordar que el “caipiriña” era el cóctel predilecto de su papá, le arrancaron un suspiro. Manuel se alejó sin sonreír.

Viernes antes de Semana Santa - Mañana

Corceles tirando carrozas, promesas, tiniebla, luto, tierras lejanas, esquina del tiempo. Adoquines, cal, laureles, cadenas, bendiciones, sueño, luz y muerte. Mientras el sol tímidamente resplandecía en “El valle de los Alacranes”, en los sillones tallados en mármol ubicados frente a la escultura de tres escorpiones que Lazzar trajo del medio oriente, Manuel se sentó junto al conserje a contemplar el gran sueño de su abuelo y de su papá: el hotel al que le entregaron su vida. Desde allí se divisaba el viejo cementerio de los franciscanos, lugar sagrado en donde se daba cristiana sepultura a los frailes que no ocupaban posiciones importantes. Los otros eran enterrados detrás del Altar Mayor de la iglesia de San Francisco. A un lado del cementerio, simulando ser una tumba, había unas escaleras descendentes que conducían a uno de los túneles construidos en la Colonia y que cumplían la función de resguardar los tesoros y preservar en las batallas la vida de los ancianos, mujeres y niños. Dichos túneles, que comunicaban conventos con iglesias y monasterios, fueron sellados luego que varios buscadores de tesoros fallecieron por asfixia.
Pedro era un anciano, que gran parte de su vida trabajó como agricultor. Estaba muy triste por la muerte de Lazzar, ya que a pesar de su edad, le dio trabajo en el hotel. En voz alta, como para que Pedro lo escuchara, Manuel recordó el día en que la escultura de los alacranes fue fijada en el centro del patio. Los guayacanes sembrados alrededor tapizaban el suelo de flores amarillas y rosas. Todo marchaba bien hasta que el cura ofreció una oración por la llegada de la obra de arte. Cuando se encontraba sobre el pedestal de la escultura y se disponía a rosearla con agua bendita, el cura resbaló y la ponzoña del alacrán que estaba siendo devorado por los otros dos, atravesó por completo su tórax.
Para los habitantes de la ciudad esos alacranes personificaban el mal, mientras que para los turistas eran un motivo más para visitar el hotel. Manuel se levantó de su silla y junto al conserje regresó al claustro, tomando el sendero rodeado de majestuosos cedros, araucarias y guayacanes, que atravesaba “El Bosque Encantado”. La inauguración de “El Museo de la Tortura y la Pena Capital”, luego del asesinato de Lazzar fue cancelada.
— Don Pedro, lo hice llamar para pedirle que me abra la puerta del museo —dijo Manuel encendiendo un cigarrillo. El conserje sacó de su bolsillo un manojo de llaves, y, esforzándose por reconocerlas, tomó dos de ellas y las introdujo en el aldabón de la gran puerta de madera de “El Salón Permanente de Exposiciones”. Manuel entró, encendió las luces y se detuvo a observar las jaulas colgantes, la guillotina, las representaciones de verdugos empuñando hachas, las ruedas de despedazar, los grilletes, las ilustraciones y grabados de brujas siendo castigadas por el Santo Oficio.
— ¿En esa guillotina ocurrió el crimen? —preguntó Manuel con naturalidad.
— No, doctor, en otra. Cuando la policía examinó el salón, el doctor Henri me ordenó subirla en un camión. También me pidió que no le abriera la puerta a nadie, ni a la policía siquiera. Se la abrí a usted, sólo por ser usted.
— ¡Hace muy bien, don Pedro! —exclamó Manuel— ¿Y usted sabe a dónde hizo llevar el Jefe Administrativo esa guillotina?
— Fíjese que no me di cuenta.
Luego, Manuel, de manera brusca cambió el tema:
— Don Pedro, ¿qué se hizo el muchacho que hace unos meses amenazó a mi papá porque lo corrió del trabajo?
— Lo han visto por los alrededores del hotel. Pero que yo sepa, no se ha atrevido a entrar.
— Hágame un favor, si lo ve rondando por ahí, tráigamelo por las buenas o por las malas. Usted entiende de qué le hablo ¿cierto?
— Claro que sí, doctor. ¡Ya mismo doy esa orden!
— ¿Y a usted quién se le ocurre que pudo asesinar a mi papá?
— ¡Muy fácil! —afirmó el conserje, pasando su tosca mano por su cabeza y mirando hacia el piso—. Yo sé quién fue, pero no le había dicho nada, porque me imagine que al igual que el inspector de la policía usted tampoco me creería.
— Don Pedro, cuénteme tranquilo —dijo Manuel, tratando de guardar la compostura.
— Fue la guámbita que ronda los pasillos. La que atraviesa paredes y se lo lleva a uno para el cementerio, por allá cerca de ese túnel. ¡Y por éstos días sí que anda alborotada!
— ¿Y usted qué estaba haciendo cuando mataron a mi papá?
— Regaba unas flores en el jardín…
— Muchas gracias don Pedro. Cualquier cosa que sepa, no deje de comunicármela. Ahora, por favor, déjeme solo. Manuel encendió otro cigarrillo y mirando con tristeza a su alrededor, reflexionó que a pesar de haber estado gran parte de su vida siguiendo las actuaciones de su papá, no conocía nada acerca del funcionamiento del hotel y lo poco que sabía lo aprendió en la niñez. En ese entonces, él era tan apegado a Lazzar y éste, tan complaciente, que a varias negociaciones importantes asistió en calidad de “asesor” y de vez en cuando, como si todo fuera un juego de monopolio, emitía sus puntos de vista.
Si al cabo de seis meses quería mostrar resultados, aunque sonara obvio, tendría que tomar decisiones. En ellas debía primar el interés colectivo sobre el particular. Al que no le pareciera, sencillo, tendría que marcharse. A su lado debía estar sólo quien quisiera hacerlo y estuviese capacitado para ello. No estaba dispuesto a sacrificar el gran sueño de su abuelo y de su papá.
Aquella mañana entendió que como gerente la primera decisión que debía tomar, era vivir en el hotel, con la intención de administrarlo mejor y de ayudar al agente Valdivieso a investigar el asesinato. Le daba tristeza dejar sola a su tía, pero sabía que de momento era lo mejor que podía hacer. Entonces apagó las luces y ajustó con seguro la puerta del salón, ubicado en el segundo claustro. En este sitio, alrededor de varias alcobas y de “El Salón Permanente de Exposiciones”, donde antes de instalar “El Museo de la Tortura y la Pena Capital” había una muestra itinerante de algunas obras del maestro Edgar Negret, estaba “El Patio del Baño Antiguo”. Se llamaba de esta manera porque ahí, junto a un pequeño bar y a una piscina con calefacción, había una antiquísima chorrera. Cuando construyeron la piscina, el abuelo de Manuel la hizo habilitar para que por medio de la boca de un pez en piedra, saliera agua y sirviera de ducha. Manuel caminó por los pasillos, hasta el primer claustro, en donde estaban ubicados la recepción, la sala de espera, el restaurante, el casino, el bar y las oficinas. También “El Patio de los Espejismos”, llamado así porque brotaba un oasis en medio de cactus, arena y palmeras. En la recepción, le dejó al conserje las llaves del museo y caminó hacia el parqueadero. Subió al carro y condujo hasta la casa de su tía, donde recogió su equipaje.

Tarde

A petición de Manuel, la recepcionista le asignó la misma suite presidencial de su padre. La suite, auque no era la más grande del claustro, a su parecer era la más acogedora. En la sala de estar, en medio de sofás tapizados con estampados florales, se encontraba una mesa rectangular. Sobre ella reposaban unos cuantos libros. Justo enfrente de la sala quedaba un balcón con vista a la calle. El piso era de adoquines antiguos y, de acuerdo a una placa en mármol fijada en la pared, alguna vez fue de lingotes de plata. La habitación tenía una cama doble y dos mesas de noche que hacían juego con el armario castellano, además de un escritorio de estilo inglés.
Sobre él descansaba un candelabro de tres brazos. Las cortinas estaban confeccionadas con tela de tapicería y rematadas con flecos que hacían juego con los muebles de la sala, con la colcha y con las paredes cubiertas con papel de colgadura en un suave tono amarillo.
Diagonal al cuarto de baño resplandecía un baúl que en 1801 el Barón Alexander von Humboldt, dejó en su paso por la ciudad. En esta suite, a diferencia de las demás del claustro, no había ningún cuadro. Debido a la extraña manía de Lazzar de coleccionar todo tipo de objetos, en una de las paredes de la sala, frente al balcón, se encontraban exhibidas más de mil imágenes de fachadas de iglesias, construidas en diferentes materiales. Como la Catedral de Nuestra Señora de Paris, moldeada en una lámina de cobre, la iglesia de San Marcos, fabricada en cerámica, o el templo de Belén de aquella ciudad, tallada en guadua.
La suite continuaba tal como su papá la había dejado. Manuel entró en la tina y apenas sintió en su cuerpo el agua caliente se quedó dormido. Al despertar, miró a su alrededor como buscando a alguien, luego recordó que su novia Satine no estaba a su lado y cayó en la cuenta de que había estado soñando.
Manuel, pensando que le gustaría tener cerca a algún amigo para investigar el crimen de su papá, se puso un blue jeans, unos zapatos cómodos y una camisa de color azul. En el balcón, encendió un cigarrillo y mientras éste se consumía en sus dedos, se detuvo a observar a las personas que salían de trabajar y caminaban por la acera de enfrente. Cuando terminó de fumar abrió un paquete que medicina legal le entregó después del velorio. Ahí se encontraban todas las cosas que Lazzar llevaba el día de su muerte, como su billetera, el Rolex que Manuel le regaló en sus cincuenta años, la argolla de matrimonio con el nombre de su mamá escrito en el interior, un teléfono móvil y cuatro llaves, de las cuales tres estaban marcadas con una letra diminuta. La primera decía FUNDACIÓN, la segunda OFICINA, la tercera SUITE y la cuarta, inconfundible, era otro juego de llaves del carro.
Sin pensarlo dos veces, Manuel guardó en su bolsillo las llaves y el teléfono móvil. Se quitó el reloj que llevaba puesto, ajustó el cierre de seguridad del brazalete de acero y se puso el Rolex con bisel giratorio azul y rojo. Después tomó la argolla de matrimonio y se la llevó a los labios para darle un beso.
En la billetera encontró los papeles y tarjetas de crédito de su papá. También encontró doblado en cuatro partes un papel que decía:



Le pareció extraño que su papá conservara ese tipo de publicidad. Sintiéndose más tranquilo por haber dormido un rato y tomado un baño, salió de su habitación y se dirigió a la oficina de gerencia, en el primer piso. Antes de entrar, saludó a las secretarias y les pidió que sólo lo interrumpieran si tenían algo importante para informarle.
El piso era en madera y de los altos techos prendían lámparas, que remontaban al visitante al esplendor de la época republicana. Los muebles eran verdaderas antigüedades. En la entrada de la oficina había un reloj de cuerda, de origen alemán, que cada quince minutos tocaba una campanada y al completar la hora, hacía sonar el Ave María de Gounod.
Cuando abrió la puerta, un sentimiento de nostalgia lo sobrecogió por completo; por ese motivo entró muy rápido, para que las secretarias no lo vieran sollozar. Encendió las luces y sintiendo la presencia de su papá se acercó al bar y se sirvió
un vaso de whisky. Pensó que tarde o temprano ese lugar iba a ser suyo y caminó alrededor de la oficina. Frente a una mesa de juntas vio el mural que a lápiz, en la década del noventa, pasado de copas hizo Fernando Botero, uno de los grandes amigos de su papá. Con su particular estilo, Fernando bosquejó La Última Cena, de Leonardo Da Vinci. Lo que más llamaba la atención de la crítica especializada, era que Botero representó a Jesús con el mismo rostro de Judas Iscariote, y, parodiando la historia de Da Vinci, escogió a Pablo Escobar Gaviria, el peor criminal de la época para representarlos. Manuel recordó que Botero alguna vez se ofreció a terminar la obra, pero su padre prefirió dejarla como un magnífico arrebato de las musas.
Colgados de la pared, vio el hacha escocesa que compró junto a su papá y el sable Samurai que el embajador del Japón le regaló a Lazzar en señal de agradecimiento, por facilitarle las instalaciones del hotel para realizar el Primer Encuentro Latinoamericano de la Colonia Japonesa. Junto a la puerta, en una vitrina de cristales biselados estilo Luis XV, encontró documentos acerca del que fue monasterio de los franciscanos, así como los planos originales con que fueron construidos la iglesia y el convento.
En esas actividades se encontraba cuando sonó el teléfono, era una de las secretarias. Llamaba para informarle que tenía en su poder los documentos que en horas de la mañana él les solicitó a las áreas Financiera y de Recursos Humanos. Manuel la hizo pasar. Como flotando sobre el piso, Blanca los puso en el escritorio, junto a la correspondencia recibida.
De acuerdo a los informes aunque no había pérdidas económicas, la situación financiera del hotel era mala. Las estadísticas arrojaban que desde la gran crisis cafetera, cinco años atrás, en el primer trimestre del año no se registraban utilidades tan bajas y una tasa de ocupación tan lamentable. Manuel, sabiendo que para el Hotel Arabia los primeros meses no eran los ideales, quiso conocer el porqué de esta situación, pero no encontró ningún análisis al respecto. Le sorprendió que su papá no hubiese pegado un grito en el cielo y ordenado mayores estudios. A medida que iba leyendo los documentos, comprendió que la situación estaba más grave de lo que inicialmente pensó, pues tampoco tenía información confiable para tomar decisiones, y, más aún, a tres días de la temporada más importante para ese hotel: La Semana Santa, período en el que podría recuperar las finanzas del hotel y mostrar sus habilidades como gerente.
Cuando revisó la correspondencia recibida, encontró que desde antes de ser envenenada Esther, no había sido leída ni contestada ninguna carta. Le pareció muy extraño: desde niño su papá siempre le inculcó que por insignificantes que fueran, todas las comunicaciones debían ser contestadas a la mayor brevedad. En ese momento recordó la conversación con el conserje e hizo llamar a Henri, el Jefe Administrativo.
De los directivos del hotel, Henri era el más joven. Era alto, de contextura gruesa, y el cabello le caía sobre los hombros. Su nariz era recta y lucía desproporcionada con respecto al tamaño de su rostro. Economista de profesión y, de acuerdo a
la opinión de Lazzar, muy inteligente, aunque al parecer de Manuel, un poco nervioso. A los pocos minutos de haberlo llamado, Henri entró a la oficina con una expresión de sorpresa mirando por encima de sus gafas.
— Esta mañana fui a buscar la guillotina en la que asesinaron a mi papá, pero no la encontré, ¿usted me puede dar información sobre ella? —preguntó Manuel sin mayores preámbulos.
— Con gusto —contestó Henri atropellando las palabras—. Cuando ocurrió el crimen la hice sacar del hotel, obedeciendo las disposiciones del presidente de la Junta Directiva.
— ¿Cómo así? ¿Acaso después del asesinato se realizó una sesión de Junta Directiva?
— No, pero ese mismo día vino a buscarme Rafael Eduardo y me pidió retirarla del museo.
— ¿Y dónde está la guillotina?
— En una de las bodegas, en las afueras de la ciudad.
Manuel recordó que su papá hizo construir dos bodegas para comprar de manera anticipada y en grandes volúmenes, los insumos necesarios para el funcionamiento del Hotel Arabia y así obtener importantes descuentos. Después de escuchar lo anterior, Manuel encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Henri. Luego, sin entender por qué el detective Valdivieso no tenía en su poder la guillotina, en un tono de voz pausado le pidió narrar cómo fue el suicidio de Jorge Ayerbe, el anterior presidente de la Junta Directiva. Él le dijo que Jorge murió una tarde en que hacía tempestad, en el intermedio de una reunión. Como era su costumbre, mientras terminaba el receso, ordenó subirle una taza de café a la terraza. De repente se escuchó un trueno y desde el primer piso uno de los porteros lo vio caer. De acuerdo a las declaraciones dadas por el mesero que le subió el café; en aquel sitio no había nadie más.
Cuando terminó de escuchar la historia, Manuel permaneció varios segundos en silencio, luego preguntó al Jefe Administrativo:
— ¿Y usted sabe por qué mi papá decidió adelantar la inauguración del museo, si estaba planeada entre las actividades de la Semana Santa?
— Porque sabía que antes de esta temporada el hotel estaría vacío y un evento como ese atraería a muchos huéspedes.
— ¡Eso es cierto!
— Manuel, sí me necesita para algo no dude en llamarme.
— Lo tendré en cuenta —manifestó el joven Arabia, estrechándole la mano—Una pregunta más: ¿A usted quién se le ocurre que pudo tener motivos para asesinar a mi padre?
— Tanto como motivos… no sé. Éste es uno de esos complicados casos en donde cualquiera pudo cometer el crimen. Lo digo porque esa noche había muchos huéspedes.
— Disculpe la indiscreción, cuando sucedió el asesinato ¿usted qué se encontraba haciendo?
Henri frunció el ceño y se llevó su mano izquierda a la barbilla, donde la tuvo por espacio de varios segundos.
— Me encontraba en mi oficina —respondió.
Manuel, pensando que la anterior respuesta no era más que un subterfugio, lo acompañó hasta la puerta, recordando la noche en que Jorge murió. Él estaba cenando, cuando su papá lo llamó al apartamento y agitado le contó lo sucedido. A
Manuel le pareció que además del suicidio, algo extraño ocurría, pues Lazzar le dijo que tenían muchas cosas de qué hablar, pero no quiso adelantarle nada por teléfono. Asimismo se opuso a que Manuel regresara al país para asistir al entierro
de Jorge y visitar a Esther en el hospital.
El resto de la tarde, Manuel lo dedicó a estudiar los documentos que le hizo llegar el Área de Recursos Humanos. Entre ellos se encontraban los datos más importantes de cada uno de los trabajadores del hotel. De acuerdo a sus responsabilidades, cargos y funciones, Manuel deseaba conocerlos más a fondo: entre ellos podían estar los asesinos. Contando meseros, costureras, recepcionistas, camareras, secretarias, porteros, vigilantes, telefonistas, chef, choferes, cocineros, ama de llaves y personal de aseo, en el hotel trabajaban 85 empleados.
Después contestó algunas de las cartas y solicitudes más importantes, entre ellas una enviada por Rafael Eduardo, en la que increpaba a Lazzar por el elevado costo de los instrumentos del museo que funcionaría en “El Salón Permanente de Exposiciones”.
No era tiempo de continuar en su oficina. Si quería respuestas debía levantarse del asiento e involucrarse de manera personal en todos los aspectos del hotel. En ese orden de ideas solicitó a una de sus secretarias convocar para el día siguiente a todos los empleados a un desayuno de trabajo. De igual modo le preguntó el número telefónico de la viuda de Jorge. Si tenía enemigos, ya era hora de conocerlos.

Noche

Eran las once de la noche. Manuel pensó que entre todas las personas que se habían acercado a saludarlo, debían estar los asesinos. Manuel era un hombre que rara vez pasaba inadvertido, no sólo por ser un Arabia Vallejo, familia muy querida y respetada en la región, sino porque sus 1.87 metros de estatura y su aspecto, lo hacían una persona que infundía respeto.
Adicionalmente, sus rasgos bruscos, nariz recta y complexión física similar a la de su papá, encantaba a las mujeres. Para atraer el sueño intentó leer algo, pero de aquella, en otra época memorable biblioteca de Lazzar, sólo quedaban trece tomos de libros, distribuidos en ocho obras. Uno de Narraciones Extraordinarias, de Edgar Allan Poe; otro de Coplas Sefardíes, de diferentes autores; dos de Don Quijote de la Mancha; tres de La Comedia, de Dante Alighieri; dos de Las mil y una noches, las Aventuras de Sherlock Holmes, de Sir Arthur Conan Doyle; Cien años de Soledad, autografiado por el autor; y dos incunables de La Sagrada Biblia impresa por Gutenberg.
En los jardines de Parisad su papá le despertó la capacidad de maravillarse. Hacia la luz navegó junto a Caronte, el balsero; se sintió intimidado por los razonamientos de Sherlock y Monsieur Dupin, nombró a su escudero como gobernador de la Ínsula de Bariataria, se indignó con la cabeza del Bautista; vibró con la hipersensibilidad de Roderick Usher y, al recitar coplas sefardíes fue víctima de la peste del insomnio.
Luego de recordar algunas de sus lecturas, buscando pistas sobre la muerte de su papá, abrió uno de los cajones del escritorio y encontró una bolsa de papel regalo y una tarjeta que decía:

DE: tu papá que tanto te quiere.
PARA: Manuel Arabia Vallejo


Sorprendido por su hallazgo soltó el nudo de la bolsa y encontró en ella una novela que hasta la fecha no había leído: Lolita, de Vladimir Nabokov. No le pareció extraño que su papá le fuese a regalar un libro, siempre fue muy detallista y no necesitaba de fechas especiales para hacer un regalo. Lo que llamó su atención fue hallar en medio del libro una carta fechada dos meses atrás, la que contrario a su costumbre no estaba escrita en “ladino”: aquel castellano antiguo que como la mayor de las riquezas Lazzar aprendió de su padre y le compartió a Manuel. La carta decía:

Querido hijo:
Te parecerá extraño recibir esta carta y no una llamada o un correo electrónico. Desde hace algunos meses he deseado contarte algo, pero sólo hasta el día de hoy tuve el valor de dirigirme a mi único hijo, al que tanto quiero. Aunque la distancia nos mantenga alejados, quiero que conozcas la promesa que le hice a tu madre el día de tu nacimiento. Ella, sabiendo que al darte a luz su vida corría peligro, me hizo jurar que si algo llegaba a sucederle te protegería por encima de todas las cosas: te daría un hogar estable, mucho amor, estudios y alegrías que hicieran de ti un hombre de bien, capaz de aportarle a la sociedad y de ser feliz. En la angustiosa
agonía de una vida que llegaba y otra que se iba, Alejandra también me hizo prometer que si encontraba una mujer que me hiciera sentir cosas bellas y que estuviese dispuesta a estar conmigo el resto de la vida, la aceptara y luchara por ella. La vida, hijo mío, es un ir y venir. Dios todopoderoso llamó a tu madre y tú eres mi mayor orgullo. Quiero que sepas que una mujer maravillosa y de gran corazón llegó a mi vida. Es alguien que me quiere mucho, su lealtad y sobre todo, su mirada me lo dicen...
Espero que al conocerla bendigas la relación.
Te ama,
Lazzar Arabia Abdala


El joven Arabia, confundido, salió a tomar aire fresco. Fabricio, el Capitán de los meseros, que alguna vez fue su chofer, salía del bar justo cuando él entraba. Manuel lo saludó con efusividad y le pidió que lo acompañara a tomarse un trago al restaurante.
— ¿Alguna vez viste a mi padre con una mujer? —preguntó Manuel observándolo a los ojos.
Fabricio, que no se esperaba esa pregunta contestó:
— El doctor Lazzar siempre estaba rodeado de mucha gente, pero jamás lo vi en nada comprometedor. Aunque pensándolo mejor, desde diciembre para acá, él empezó a actuar muy extraño, como si algo le preocupara.
— ¿Cómo así extraño?
— Bueno, su comportamiento cambió en cosas tan simples como en su modo de actuar o de vestir. Se veía cansado y contrario a su costumbre, muy poco se preocupaba por su aspecto.
Manuel terminó su trago y pidió otro de los mismos. Se despidió de Fabricio y tomándose el whisky se dirigió a la habitación.
A las dos de la mañana, aún sin poder dormir, encendió las velas del candelabro de tres grandes brazos que se encontraba sobre el escritorio, y, cigarrillo tras cigarrillo, releyó una y mil veces la carta de su papá hasta que lo venció el sueño.

Sábado antes de Semana Santa - Mañana

Manuel fue uno de los primeros en llegar al salón “Los Monjes”. Se llamaba así, porque cuando su abuelo compró el claustro y lo hizo adaptar para convertirlo en hotel, detrás del altar mayor de la iglesia de San Francisco, hallaron momificados
los restos de dieciocho monjes, los cuales se encontraban exhibidos en ese auditorio.
Iniciada la reunión, Manuel notificó a los trabajadores su nombramiento como Gerente General del hotel y su compromiso con la Junta Directiva de entrar en un periodo de prueba por seis meses. Luego habló de su hoja de vida. Entre los aspectos más relevantes señaló su próxima graduación como Administrador de Empresas y los estudios por cuatro semestres en una escuela para hoteleros. También confesó su tristeza por la ausencia de su papá y el inicio de una nueva etapa en su vida y en la del Hotel Arabia, etapa que afrontaría con madurez y compromiso. Desde niño soñó estar al frente de ese hotel y posicionar el lema de la organización: “hacer que el huésped se sienta como en su propia casa”.
Enfatizó en la necesidad de tener unos trabajadores pro activos, sin temor de aportar sus ideas. Para complementar lo anterior señaló que el hotel requería de una gerencia participativa, con una estructura organizacional más plana que le permitiera consolidarse en el mercado. En seguida resaltó la importancia de esa empresa para la ciudad y la de cada uno de ellos para el hotel. Concluyó diciendo que en él encontrarían a un amigo, que ofrecía abiertas sus manos en señal de afecto. Pero como su papá le enseñó, su mano izquierda estaba lista para exigir cuando fuera necesario y la derecha, para ayudarles en todas sus realizaciones.
Los meseros contratados para esa ocasión sirvieron el desayuno.
Manuel expuso la situación financiera del Hotel Arabia, mientras disfrutaban de los huevos revueltos, el jugo de naranja, las tostadas, el chocolate y las mermeladas. Asimismo señaló que durante Semana Santa debían aprovechar al máximo las celebraciones religiosas de la ciudad, la riqueza de tradiciones de la misma, y, lo atractivo que resultaba para los turistas hospedarse en un hotel antiguo. Luego les contó que para atraer turistas, le hubiese gustado realizar una campaña promocional del hotel en el exterior, pero ya estaban sobre el tiempo. Acto seguido, disfrutando del rostro de los meseros de planta al ser atendidos por otros en sus puestos de trabajo, les informó que en los próximos días volvería a reunirse con
ellos, con el objeto de lograr acuerdos, organizar actividades y pactar compromisos.
Siendo las 7:30 de la mañana, cedió la palabra a Salomé, la mujer que trabajaba como barmaid en “El Café del Abad”. Ella tomó el micrófono y en nombre de los empleados le regaló una rosa amarilla al nuevo gerente, reiterándole la confianza y el compromiso de ella y de todos sus compañeros. Manuel recibió la flor y les dijo a los empleados que “aquella rosa era tan sólo una pequeña muestra del hermoso jardín que entre todos plantarían”.
Un empleado de la oficina de Servicio al Cliente aprovechó la ocasión para pedir la palabra. Expresó que a pesar de las quinientas sesenta habitaciones y la capacidad para hospedar a más de mil seiscientas personas, en temporada de Semana Santa, al igual que en septiembre, mes en que se realizaba un conocido festival gastronómico, y en diciembre, cuando regresaban las personas nacidas en esa ciudad pero que vivían por fuera, siempre hacían falta alcobas. A su parecer, éste era uno de los mayores problemas del hotel.
Manuel agradeció su intervención y contestó que haría lo posible por ampliar la capacidad del hotel. Luego, uno de los auxiliares contables pidió la palabra y aseguró que alguna vez le propuso a Lazzar el desarrollo de estrategias promocionales de este tipo. Lazzar le respondió que no era conveniente porque en dicha temporada se agotaban las habitaciones y se tenía que rechazar a muchos visitantes. Esto, en lugar de ayudar en el fortalecimiento de la imagen del hotel, iba en contra del mismo. Sin más intervenciones la reunión concluyó y los empleados se retiraron a sus puestos de trabajo.
Cuando Manuel se dirigía a su oficina, escuchó que una voz ronca y estrepitosa lo llamaba. Era el agente Valdivieso, quien llevaba la pipa sin encender entre sus dientes y un cerro de papeles bajo la manga izquierda de su abrigo. Venía caminando del otro lado del pasillo.
— ¡Qué sorpresa verlo tan pronto! —exclamó Manuel como si lo conociera de siempre.
— ¡Necesito conversar con usted!
— Entonces sigamos a mi oficina.
— De acuerdo a la expresión de su rostro, puedo darme cuenta que cada vez se siente mejor en su trabajo.
— No se equivoca, es usted un gran observador —comentó Manuel con indiferencia, mientras se aflojaba el nudo de la corbata.
Valdivieso, haciendo un gesto de satisfacción por el cumplido, se quitó la pipa de su boca y la puso dentro de una bolsa plástica que guardó en uno de los bolsillos de su abrigo.
— Le provoca algo ¿un whisky?
— No, en realidad no acostumbro tomar licor y mucho menos a tan tempranas horas. Pero con gusto le acepto una taza de café.
Manuel hizo traer un tinto con dos porciones de azúcar. Para él sirvió un vaso de whisky. Luego le preguntó a Valdivieso:
— ¿Y qué encontró en las actas de las reuniones de Junta Directiva del Hotel?
— Disculpe, pero… ¿cómo se enteró que las estuve leyendo, si cuando las pedí en la Secretaría, su papá aún se encontraba vivo y usted no había llegado al país?
— Yo también soy buen observador —dijo Manuel riéndose
—. Puedo ver que lleva bajo el brazo el Acta No. 23, de marzo 16 de 2004.
Valdivieso, sintiéndose estúpido por la obviedad de la respuesta, le confesó que de ese tema venía a hablarle. Para ello le dio a leer un fragmento del Acta No. 22, de febrero 20 de 2004, sesión que fue interrumpida por el suicidio de Jorge Ayerbe, quien actuaba en calidad de Presidente de la Junta Directiva. Aquella tarde Lazzar presentó el proyecto para abrir un nuevo Hotel Arabia en un claustro antiguo de la ciudad de Lima.

“… Una vez el Gerente General del Hotel Arabia concluye la presentación del proyecto, expresa: “si la Junta Directiva deposita la confianza en esta propuesta, no tengan dudas que pondré todo mi empeño para sacar adelante el nuevo hotel. Espero que la acojan, no sólo porque es factible, sino, también, necesaria”.
El Presidente de la Junta Directiva, doctor Jorge Ayerbe felicita al Gerente General por la presentación del proyecto
El doctor Rafael Eduardo pide la palabra y manifiesta su rechazo al proyecto, dice: “la economía de la región no atraviesa por un buen momento y las perspectivas para los próximos meses tampoco son alentadoras. Considero que la inversión en este nuevo proyecto es muy alta y en lo corrido del año y en el inmediatamente anterior, las utilidades del Hotel Arabia no han sido las esperadas”.
El Presidente de la Junta Directiva interviene: “Rafael, no entiendo su actitud, pues cae en muchas contradicciones. Si bien recuerdo, usted mismo fue uno de los promotores de hacer el estudio”.
El doctor Rafael Eduardo aduce: “la función de los miembros de la Junta Directiva es cuestionar, pedir informes, proyectos, cifras y tomar decisiones de acuerdo a los diferentes análisis”.
El doctor Rodrigo Luna dice: “ya hemos tenido suficiente tiempo para conocer el proyecto, pues Lazzar nos hizo llegar una copia con un mes de anticipación. Estoy de acuerdo con Rafael, porque en medio de tanta incertidumbre económica y política, no podemos invertir nuestro dinero”. Termina su intervención enfatizando que en el mundo de los negocios los errores se pagan con plata.
La doctora Esther Arabia justifica la apertura del hotel en el Perú, argumentando que ante la mirada cómplice de todo el mundo, día a día capitales extranjeros se están apoderando del sector turístico de la región, motivo por el que no se puede seguir perdiendo espacios frente a la competencia.
El doctor Lazzar Arabia señala: “si el señor Presidente somete el proyecto a votación, yo, como principal accionista y gerente, voto de manera afirmativa, porque siempre he creído que las grandes fortunas se hacen en épocas de crisis. Si bien, las utilidades no son las esperadas, este hotel tampoco está registrando pérdidas. Ser empresario implica asumir grandes retos, uno de ellos es enfocarse en los problemas y hacer de ellos verdaderas oportunidades”.
El Presidente de la Junta Directiva señala que hay suficiente ilustración sobre el tema. Pide un receso de veinte minutos para someter el proyecto a consideración de los accionistas”.
Mientras Manuel leía en voz alta el fragmento del acta, Valdivieso se puso de pie y caminó en círculos por la oficina.
Al rato, volvió a sentarse y extrajo de su abrigo un atacador y una pequeña bolsa con picadura. Esta última la desmenuzó con sus dedos y la introdujo en la pipa y con el atacador presionó el tabaco hacia el fondo. Repitió tres veces este proceso,
agregando dos capas más de picadura. Luego encendió la pipa con una larga cerilla de madera, de las utilizadas para prender chimeneas, y, con un ritmo espaciado, aspiró suavemente, y sin tragarse el humo continuó atento hasta que Manuel terminó de leer el acta.
— La esposa de Jorge declaró que la muerte de su marido no fue un suicidio sino un crimen. Su principal argumento es que Jorge no tenía razones para atentar contra su vida… —dijo Valdivieso en un tono solemne, como de maestro de ceremonias.
— No estará usted creyendo en la hipótesis de la niña fantasma que se le aparece a los trabajadores ¿cierto? —inquirió Manuel.
— En estos casos —dijo Valdivieso aspirando profundamente el humo de la pipa—, no me atrevo siquiera a descartar esa posibilidad.
— ¿Y cuáles fueron las razones para que concluyeran que fue un suicidio?
— Básicamente las declaraciones del mesero que le subió el tinto y las del vigilante que aseguró haber visto saltar a Jorge.
— Tiene mucho sentido. Ahora creo entender la misteriosa llamada que me hizo mi papá el día de la muerte de Jorge. Quizá él sospechaba que había sido un asesinato y a eso se refería cuando mencionó que teníamos que hablar de un tema importante.
— Si sus suposiciones son ciertas, ¿por qué su papá no acudió a la policía?
Manuel se apuró el whisky y, jugando con el humo de su cigarrillo, evitó contestar la pregunta de Valdivieso. En un tono reflexivo, como para sí mismo, dijo:
— Como no había nadie cerca de la terraza, el asesino tuvo suficiente tiempo para cometer el crimen y huir sin ser visto.
Pudo ser cualquiera de los huéspedes del hotel, probablemente alguno del segundo piso.
Valdivieso se levantó de nuevo de su silla y muy despacio presionó el tabaco hacia el fondo de la pipa, buscando avivar la brasa. Cuando terminó de hacerlo, lanzó una mirada desafiante sobre Manuel.
— Muy interesante su deducción, pero tratando de ir más allá, como sólo los profesionales en el tema sabemos hacerlo, encuentro que los dos únicos beneficiados con la muerte de Jorge y de Lazzar son usted y Rafael Eduardo, el nuevo presidente de la Junta Directiva.
Manuel frunció el ceño en señal de impaciencia y apagó con brusquedad el cigarrillo en el cenicero.
— Le agradezco mucho su visita. Regrese en cuanto tenga pruebas contundentes para inculparme de algo.
— En este caso, mi querido amigo, el sentido detectivesco me indica que usted no tiene nada que ver con estas muertes —confesó Valdivieso, consciente que su comentario no había sido el más acertado—. Le prometo que así Rafael Eduardo sea uno de los hermanos de mi Comandante Rosas, voy a seguir de cerca sus actuaciones y a continuar investigando a todos los empleados y huéspedes que por esos días se alojaban en el hotel.

Tarde

Después de acompañar a Valdivieso hasta la puerta, Manuel almorzó en el restaurante. Luego subió a la suite y tomó una siesta. Al levantarse fue a la oficina y se dedicó a evaluar los resultados de la reunión con los trabajadores. Buscando una hoja en blanco, en un cajón encontró uno de los primeros teléfonos móvil que tuvo su papá, así como el cargador. Era un Sony Ericsson de los grandes, al que se le había borrado los números del teclado. Aunque tenía el teléfono móvil usado por Lazzar, conectó el viejo teléfono al tomacorriente. Cuando sonó el Ave María de las cinco, salió del hotel con la intención de despejar su mente y vivir uno más de aquellos atardeceres que siendo niño disfrutó tantas veces. Para el joven Arabia, era una circunstancia maravillosa recorrer las calles de la ciudad vieja, viendo el atardecer reflejarse en la cal con que desde la colonia habían sido pintadas las paredes.
Creyéndose insignificante ante la grandeza del universo, cruzó el sector histórico y llegó a un lugar conocido como los “Quingos de Belén”. Ahí estacionó el carro y compró una tarjeta de teléfonos prepago. Luego comenzó el ascenso a la capilla de Belén. En ese momento sintió que la fuerza que lo impulsaba a subir, era la misma que movió a los primeros hombres a trepar a la copa de los árboles o a la montaña más alta para explorar el mundo, o que llevó a otros aún más osados a transgredir las leyes físicas de la naturaleza para tratar de entender a los hombres desde la luna.
Cuando cruzó el marco de ladrillo que lo conduciría a la capilla, intimidado por la mirada misericordiosa de una anciana que con un velo azul en la cabeza lo hacía pensar en la Virgen María, recordó la única vez que había estado allí. En ese entonces era tan sólo un niño, Esther lo llevaba de la mano y mientras veía los rostros de sufrimiento de las catorce estaciones talladas en piedra representando la pasión y muerte de Jesús, le contaba que en Semana Santa muchos creyentes solían
hacer de rodillas ese vía crucis.
La capilla estaba cerrada y la tarde se despedía con una escala de colores naranja. Con la brisa golpeando su espalda, Manuel vio la cruz junto al templo y escuchó a un policía de turismo explicarle a un grupo de la tercera edad que ese objeto de poder fue puesto con la intención de implorar el favor divino, para que Dios librase a la ciudad de los males de la época. Rezaba en la base de la Cruz de Piedra, con abreviaturas y en español de entonces:

En el norte “Vna Ave Ma a la M. de Miseri P. Q. no sea total la ruina”. En el sur: “Vn P. N. a Sn. Joseph P. Q. nos consiga buena muerte”. En el oriente: “Una Ave Maria a Santa Bárbara P. Q. nos defienda de los rayos. - Me fecit Michael Aquiloniam”. En el occidente: “Un P. N. a Jesús para que nos libre del Comején”.

Anochecía, el recuerdo de su papá lo puso muy triste. Embriagado por la visión panorámica de la ciudad, tomó el viejo teléfono que encontró en la oficina, lo recargó con la tarjeta prepago y llamó a su novia. Después de un efusivo saludo, informó que a ese número telefónico podía llamarlo, pues no debía encontrarse interceptado. Ella le preguntó acerca de la muerte de Lazzar.
Manuel le contestó que hasta el momento no había avances significativos al respecto, pero que la policía delegó en uno de sus agentes la investigación del crimen. También le contó que llamó a Nancy, la esposa de Jorge, y ella le confirmó que su esposo no tenía ningún motivo para suicidarse, mucho menos después de comprar los tiquetes para viajar a las Islas Griegas, donde celebrarían sus veinte años de matrimonio.
Cuando el agente Valdivieso interrogó al mesero, él aseguró que había sido un suicidio. Según Julián, en la terraza Jorge fumaba un cigarrillo y veía llover y relampaguear en dirección a la Torre del Reloj. No había nadie más ahí; sobre una de las mesas, Julián dejó el café. El vigilante testificó que vio al presidente de la Junta Directiva caer desde la terraza. Bajo el cuerpo de Jorge Ayerbe, en medio de fragmentos de la baranda se encontró una rosa blanca. Este hecho fue explicado por el agente Valdivieso, al considerar que en el momento de suicidarse él llevaba en sus manos esta flor, “como un símbolo de la pureza del acto que se disponía a cometer”.
Observando la cruz en piedra, Manuel le contó a Satine que Valdivieso pensaba que los únicos beneficiados con la muerte de Lazzar eran el actual presidente de la Junta Directiva y él.
— La verdad, cuando conocí a Rafael Eduardo, no me cayó bien —se apresuró a decir Satine—. Dije que tenía una mirada extraña, ¿lo recuerdas?
— ¡Sí! ¡Cómo iba a olvidarlo! También dijiste que era un hombre inteligente.
— Y tú que lo conoces mejor, ¿crees que él pueda estar detrás de esto?
— Es probable, además Rafael le compró a Nancy las acciones de Jorge.
— ¿Y qué porcentaje accionario tenía?
— El diez por ciento del total. En estos momentos Rafael Eduardo posee el veinticinco por ciento y yo, sólo un diez por ciento más.
— Amor, ten mucho cuidado.
— Claro que sí, no te preocupes. ¿Y cuándo es mi ceremonia de graduación? preguntó Manuel, llevando a su boca un cigarrillo.
— El primer viernes después de la Semana Santa, ¿vendrás?
— Por supuesto que sí, por nada del mundo me la perdería. Si deseas, después del grado, podrás venir conmigo. Luego de colgar el teléfono, Manuel permaneció largo rato ensimismado, buscando posibles relaciones entre el envenenamiento de Esther Arabia, el suicidio de Jorge Ayerbe y el asesinato de Lazzar. Estaba seguro que si alguien tenía motivos para asesinar a su papá, muy pronto tendría noticias suyas.
Además de los huéspedes y trabajadores que por esos días frecuentaban el hotel, Manuel tenía cinco posibles asesinos. El primero era el conserje, quien así no hubiera cometido el crimen, era cómplice del mismo, ya que Lazzar fue golpeado con el martillo de su caja de herramientas. Rafael Eduardo era el segundo de ellos. Entre muchas razones, sus sospechas eran ratificadas al saber que él se aprovechó de la viuda de Jorge para comprar las acciones del hotel que su esposo siempre se negó a venderle y de esta manera tener más poder dentro de la empresa. El tercer sospechoso era uno de los ex empleados, que perdió su trabajo al ser encontrado drogándose en el parqueadero. Nicolás, el jardinero, fue despedido porque la Fundación Arabia invirtió dinero para sacarlo de las drogas y él reincidió en esto. Como su padre le contó, Nicolás amenazó a Lazzar y por la fuerza lo echaron del hotel. El cuarto sospechoso era el señor de los tintos, pues fue la última persona que vio con vida a Jorge. Y el quinto sospechoso era el fantasma de la niña. Aunque Manuel no creía en apariciones, le llamaba la atención que ella fuera la culpable de todas las cosas extrañas que ocurrían ahí. Así que, como lo planteó Valdivieso, no se podía descartar esa idea en apariencia tan absurda.
Después de las anteriores reflexiones, recordó la maldición que un jesuita le echó a la ciudad: el día que la cruz de la iglesia de Belén caiga, los muertos saldrán de sus tumbas y la ciudad entera se destruirá. Desde entonces tres veces la cruz había sido destruida, el mismo número de veces que la ciudad quedó en ruinas.
Manuel vio en la cruz una fisura que le recordó las palabras del ritual cristiano: polvo eres y en polvo te convertirás y sintió el impulso de echarla abajo y desafiar el destino. Pensó que pronto esta cruz no resistiría el paso del tiempo y el Hotel Arabia, la ciudad y sus recuerdos se irían por la pequeña grieta que los rayos del sol habían dejado al descubierto.

Noche

Cuando Manuel se encontró a Giovanni Quessep en la entrada del hotel, recordó que el sitio predilecto del poeta para escribir era el “Valle de los Alacranes”.
— Tú no puedes ser otro que el hijo de Humbert Humbert — señaló Quessep dirigiéndose a Manuel con la lejanía del mar en su acento.
Al oír como lo llamaba, Manuel tomó una bocanada de aire y le pidió hablarle sobre Humbert Humbert.
— Busca en la biblioteca —respondió haciendo un fino movimiento con sus largos dedos—. Siento profundamente la muerte de tu padre.
Manuel, al borde de romper en llanto, viendo en Quessep a su padre lo abrazó.
— Ten mucho cuidado hijo, que la Encantadora me ha confesado sus intenciones —susurró el bardo alejándolo de su cuerpo y acomodándose el marco dorado de sus gafas. En seguida, con una venia se despidió de Manuel y con pasos largos y lentos, llevando en su mano izquierda una maleta café, caminó hasta la puerta.
El joven Arabia se quedó pensativo en la mitad de la recepción y mientras se fumaba un cigarrillo, una pareja de turistas le preguntó si aquel hombre de cabellos blancos y mirada triste, era el autor de los versos grabados en letras de plata en una de las paredes de la recepción. Manuel asintió y leyó el poema en voz alta.

La Alondra y los Alacranes
Acuérdate muchacha
que estás en un lugar de Suramérica
No estamos en Verona
No sentirás el canto de la alondra
Los inventos de Shakespeare
no son para Mauricio Babilonia
Cumple tu historia suramericana
Espérame desnuda
entre los alacranes
Y olvídate y no olvides
que el tiempo colecciona mariposas


“Humbert Humbert”, repitió varias veces Manuel. “¿Por qué Quessep habrá llamado a mi padre con ese nombre?” Cuando llegó al cuarto se preguntó en qué biblioteca podían estar las respuestas que buscaba. Asombrado de que Giovanni Quessep lo hubiera reconocido luego de tantos años, abrió el cajón de la mesa de noche y tomó el libro de Vladimir Nabokov donde halló la carta. Se sirvió un whisky y sobre una poltrona se sentó a leerlo.

Domingo de Ramos - Mañana

A las once menos cuarto, Esther llamó a la puerta de la suite de su sobrino. Manuel se levantó y la invitó a pasar. Había leído toda la noche y sólo hasta las nueve de la mañana pudo quedarse dormido. Ella, viendo el cenicero lleno de colillas de cigarrillos, le dijo que si con esa cara de amanecido iba a gerenciar el hotel, sería mejor poner en venta sus acciones.
Esther era como la mamá de Manuel. Desde la muerte de Alejandra, ella le ayudó a Lazzar en su crianza. A pesar de sus setenta y dos años, tres menos que su hermano Aarón y cinco más que Lazzar, hasta ser envenenada, era una mujer que se conservaba muy joven. Desde niño a Manuel le llamó la atención que alguien tan bella e inteligente no hubiese tenido hijos, pues a pesar de haber convivido con dos hombres, nunca quedó embarazada. Esther se especializó en derecho de familia, pero como nunca ejerció su profesión, su hermano Aarón, en son de broma decía que era el único abogado que jamás había perdido un caso. Se dedicó a leer historia latinoamericana y se enamoró de Francisco José de Caldas, el primer sabio de América.
— Te llamé con el pensamiento —dijo Manuel, sirviendo un vaso de whisky—, sino hubieras venido a visitarme, esta tarde yo hubiera ido a buscarte
— ¿Hijo, no es muy temprano para beber y más tú en ayunas?
— La situación lo amerita. Tía, descubrí algo muy delicado.
Manuel le contó acerca de las conversaciones con el agente Valdivieso y de sus sospechas de que el Presidente de la Junta Directiva estuviera implicado en el asesinato de su papá.
— Desde hace años conozco a Rafael Eduardo y aunque siempre ha sido impulsivo y en ocasiones imprudente, me cuesta trabajo creer que pueda estar detrás de esto.
— ¿Y tú sabes si mi padre tenía novia o algo así?
— Desde la muerte de Alejandra, tu papá siempre estuvo solo. Yo imaginaba que de vez en cuando tenía aventuras, como cualquier hombre, pero supongo que nada serio.
Manuel le entregó la carta que se encontraba sobre el escritorio y, una vez ella terminó de leerla, le preguntó:
— ¿Y ahora qué piensas?
— Que las mujeres en la vida de mi hermano pasaron a un segundo plano. A él sólo le importaban la familia, los negocios y la Fundación Arabia. Suena contradictorio decir que un empresario exitoso tenga sensibilidad social y dedique parte de su tiempo y recursos a una fundación ¿cierto?, pero así era tu padre. Por ello —suspiró Esther—, me cuesta trabajo creer lo que dice esta carta.
— Tía, dicen que en los últimos meses mi padre se encontraba nervioso, como si algo le preocupara. Además, según pude darme cuenta, tenía muy descuidado el hotel. Agravó esta situación el intento de homicidio que te hicieron y la muerte de Jorge, su mejor amigo. Para mí, sus preocupaciones no tenían nada que ver con el Hotel Arabia o con su seguridad, ni mucho menos con las demás inversiones. Este tipo de circunstancias él las afrontaba con determinación. Recuerdo que cuando tenía problemas en el trabajo, mi padre se tomaba su tiempo para relajarse, meditar y escuchar música clásica.
— También asistía a un gran número de eventos públicos y gastaba mucho dinero ayudando a las personas —complementó Esther.
— ¡Sí, eso es verdad! —asintió Manuel con tristeza—. Se me ocurre que antes de que intentaran envenenarte, mi papá sufrió un desequilibrio emocional. Ese desequilibrio no pudo ser otra cosa que un asunto del corazón, de sus sentimientos… tema en el que me permito juzgar, él nunca fue un experto.
— Pero tú sí ¿cierto?
— ¿Yo? Me extraña, tía, pero bueno, dejemos ese tema allí. Luego Manuel le contó que Giovanni Quessep se refirió a su papá con el nombre de Humbert Humbert y le dijo que todas las respuestas que buscaba se encontraban en la biblioteca.
Él, sin entender muy bien al bardo, recordó el libro que su padre le iba a regalar y empezó a leerlo y como si fuera un juego del destino encontró que el protagonista de Lolita se llamaba Humbert Humbert.
—Pero cuéntame, ¿qué hallaste en la lectura?
Manuel le contó sus apreciaciones sobre el libro. A su juicio, Humbert Humbert se había convertido en un alter ego de Lazzar. A pesar de las circunstancias en que leyó la novela, le pareció una joya de la literatura, pues sintió como propio el grado de desesperación al que una niña de doce años lleva al protagonista.
Lo anterior le permitió entender que la mujer mencionada en la carta y por la cual Quessep llamaba Humbert Humbert a su papá, debía ser muy joven, casi una niña. Razón valedera para que Lazzar diera tantos rodeos en presentar a su prometida. Como pensó, su padre, por algún motivo se arrepintió de enviarle la carta y el libro.
— Tía, encontré en el libro una frase que parece haber sido subrayada por mi padre con las uñas. La leí varias veces pero no me dice nada más allá de la historia.
— Recuerda que tu padre tenía la costumbre de subrayar todo lo que leía.
— Sí, pero de un libro de casi trescientas páginas… ¿por qué sólo subrayar un pequeño fragmento y no hacerlo con un lápiz?
Todo me parece muy confuso, entre otras cosas porque este tipo de subrayado no se descubre ojeando el libro, sino leyéndolo con dedicación. ¿Estará sugiriendo algo?
— ¡Con tantas cosas que han ocurrido últimamente, me parece probable! Muéstrame el fragmento subrayado.

Un par de centímetros más alta. Gafas de montura rosada. Nuevo peinado hacia arriba, orejas nuevas. ¡Qué simple! El momento, la muerte que había imaginado durante tres años era simple como un pedazo de madera seca. Estaba francamente, inmensamente encinta. La cabeza parecía más pequeña (sólo transcurrieron dos segundos, en realidad, pero permitidme asignarles tanta duración como puede sobrellevar la vida) y sus pálidas mejillas estaban hundidas y sus piernas y brazos desnudos habían perdido su tinte bronceado, de modo que se notaba el vello. Llevaba un vestido de algodón sin mangas, color pardo, y zapatillas de paño sucias de fango.

— Para contextualizarte con la historia —dijo Manuel—, esto sucede cuando Humbert Humbert, después de algún tiempo de no saber nada de Dolly Schiller, “Lolita”, porque lo abandonó por irse con otro, recibe una carta suya y la va a visitar a su casa.
— Entiendo, pero el texto tampoco me dice nada. ¡Aunque vi la adaptación de la novela al cine que hizo Stanley Kubrick, préstame el libro, quiero leerlo, tal vez pueda ayudarte a sacar conclusiones!
— Claro que sí, tía, llévalo. Oye, tengo hambre, ¿me esperas un momento, me baño, y vamos a almorzar?
— Bueno, pero no tardes.
Esther encendió el computador portátil de Manuel y se conectó a Internet. Cuando ingresó a su correo electrónico, en la lista de contactos de Hotmail, apareció un letrero que decía: “Lazzar acababa de iniciar sesión”. Esther se asustó y llamó a su
sobrino. Manuel le envió un mensaje instantáneo en donde escribió: “¿Quién está utilizando el correo de mi papá?” De repente, en la pantalla del computador comenzaron a salir símbolos de pregunta y admiración, después Lazzar apareció desconectado.
- Mi hermano se está despidiendo de mí —aseguró la tía Esther. Manuel permaneció en silencio y se terminó de vestir.
Mientras en el restaurante, el violín, la viola, el violonchelo y el contrabajo entablaban un intenso diálogo con el piano, la tía Esther y Manuel permanecían en completo silencio en espera del almuerzo. Para ambos escuchar obras como “El Quinteto de la trucha”, o “El Canto del Cisne”, de Franz Shubert, interpretados por “Compas 21”, la orquesta de cámara del hotel, y almorzar comida arábiga, eran una absoluta liberación. Limpiándose el constante lagrimeo en su ojo izquierdo, la tía Esther le comunicó a Manuel:
— Si mi hermano tuvo una novia, ella debe trabajar en el hotel. Gran parte de su tiempo Lazzar permanecía aquí.
— ¿Pero qué conexiones pueden existir entre una “lolita” de las descritas por Nabokov y una trabajadora de este hotel?
— No sé, hijo, pero no descartes esa posibilidad —señaló Esther, observando como ardía la madera en la chimenea—. Casi un mes antes de que intentaran asesinarme, Lazzar me comunicó que recibió amenazas y me iba a poner escolta. Yo le pedí que no lo hiciera: era ilógico que alguien deseara hacerme daño.
— ¿Y quién amenazó a mi papá?
— Un político al que le negó el derecho de admisión al hotel —indicó, terminando de comer la “ensalada de Tabbule”. Le tenía pavor a las grasas, como sopas y carnes, pues todo indicaba que en una de éstas diluyeron el veneno.
— Yo no tenía idea de esto… ¿Y por qué no me contaron nada?
— Porque te encontrabas en exámenes finales y no quisimos preocuparte.
— ¿No me digas que fue ese tal Américo Meneses?
— ¡Sí, el mismo! Trató a tu papá de “vulgar mercachifle” y le gritó que esa sería su ruina.
Américo Meneses Frías era un hombre muy rico que gozó de prestigio por haber construido barrios enteros, canchas de fútbol, parques y hasta cementerios para personas de sectores marginales, acciones que en dos ocasiones lo llevaron al Congreso de la República. Lazzar se reservó el derecho de admisión, porque Américo Meneses estaba siendo investigado por enriquecimiento ilícito, asesinato y la desaparición forzada de un grupo de sindicalistas.
— ¿Y la Policía sabe de estas amenazas?
— Por supuesto, tengo entendido que él es uno de los principales sospechosos.
Manuel y su tía se comprometieron a averiguar sobre la novia de su papá. Señalaron que debían tener mucha cautela para no ir a ensuciar su memoria. La semana siguiente, el Viernes Santo, día en que Esther presentaría un libro sobre la vida de Francisco José de Caldas, se volverían a reunir.

Tarde

En la base de datos de los empleados del Hotel Arabia, Manuel encontró que trabajaban cincuenta y un mujeres. De ellas, el cuarenta y dos por ciento estaban entre los diecisiete y los treinta años. Recordó que una “lolita” no podía sobrepasar los trece, ya que si había interpretado bien a Nabokov, después de esa edad su belleza se marchitaba. Una “lolita” debía ser una niña a punto de ser mujer, de infantiles y carnudos labios, ternura y penetrantes ojos.
— “Mi papá a diferencia de Humbert Humbert, no sería capaz de involucrarse con una niña”. —pensó Manuel.
La más joven de las trabajadoras tenía diecisiete años y le seguían otras cuatro con edades inferiores a los veinte. Una se desempeñaba como recepcionista, dos como meseras, otra como secretaria y, como lo había sospechado, Salomé, que trabajaba como barmaid en “El Café del Abad”.
Manuel pensó que ninguna de ellas era propiamente una “lolita”, pero existía la posibilidad de que algún día lo hubieran sido o su papá a los sesenta y siete años, las reconociera como tales. Entonces Manuel fue en busca de la primera aspirante a “lolita”.
Ana, la recepcionista, hablaba por teléfono tras una larga barra de mármol. Manuel se acercó, sacó un cigarrillo y sin dejar de observarla le pidió un fósforo. En ese momento recordó que cuando llegó al hotel ella le asignó la suite. Después pensó que Ana no podía ser la novia de su papá, no sólo porque llevaba en su dedo anular una argolla de matrimonio, sino porque su físico, antes de venir al mundo ya se había marchitado.
Al percatarse de la presencia del joven Arabia, Ana se apresuro a colgar el teléfono y, recordando la reunión del sábado por la mañana, le dijo a su jefe:
— El doctor Lazzar contrató a mi hermano, para realizar un estudio sobre los espacios desperdiciados del hotel. Él, que es arquitecto, encontró cosas que a usted pueden interesarle. Como que las columnas de la sala de estar, son puramente decorativas y no cumplen ningún papel en la estructura del edificio.
— ¡Qué interesante! —replicó Manuel.
— ¡Sí! Mi hermano propone convertir este espacio en seis nuevos cuartos. El doctor Lazzar no alcanzó a conocer los resultados del estudio, pero estaba muy interesado en ellos.
— Dile a tu hermano que después de Semana Santa venga a hablar conmigo.
Luego agradeció a Ana por la información y habiendo descartado a la primera de las cinco candidatas se dirigió al casino.
Allí buscaría a dos meseras; la primera debía llevar grabado en el delantal el nombre de Paola, y la segunda el de Manuela.
Cuando entró, dos empleados salían, llevando sobre una silla de ruedas a una anciana que destilaba alcohol. Ella vestía de negro y sobre sus hombros caía una pañoleta hindú, color rojizo.
— Disculpe, ¿usted conoce quien es la señora de la silla de ruedas? —preguntó Manuel a una mesera que aparentaba tener más de cuarenta años.
— Es la mamá de un ingeniero que vino a construir un “Centro Comercial”.
Manuel encendió un cigarrillo. Del otro lado del casino, frente a la caja registradora en donde se cambian las monedas por fichas, vio a una mujer con unas piernas largas y delgadas. Desde ahí, le era imposible ver su rostro y menos el nombre escrito en el delantal. Se acercó pensando que aquellas piernas debían ser de una mujer joven. Estaba en lo correcto, se trataba de la Manuela que buscaba, quien, según el registro, era la trabajadora de menor edad del hotel. Delgada, de pelo largo y negro, llevaba una cerveza a un cliente que apostaba en la máquina de carreras de caballos.
El joven Arabia se detuvo a observarla y, cuando ella se percató de su presencia, de manera instantánea comenzó a temblar.
En esto sonó la sirena de una máquina tragamonedas, anunciando a un ganador y Manuela enredó su tacón en la alfombra y con todo y cerveza fue a dar al piso. Manuel se acercó a ayudarla y con él, la mesera llamada Paola. Aunque parecían de la misma edad, su físico era todo lo contrario al de Manuela: de estatura baja, ancha de espaldas y pelo muy corto.
Sin dejar de admirar la piel tostada por el sol de Manuela y su mirada angelical, el joven Arabia la ayudó a levantarse.
— ¡Tenga más cuidado, que puede ocasionar un accidente! —dijo con severidad—. ¿Se encuentra bien?
— Sí, doctor, discúlpeme.
— ¿Cuánto tiempo lleva usted trabajando aquí?
— Tres años, señor Arabia.
— La espero el martes en mi oficina. Vaya en horas de la mañana; necesito hablar con usted de algo muy importante. Sandra era la encargada de llevar el registro de todos los productos que salían del almacén, como alimentos, artículos de limpieza, sábanas e insumos de oficina. Con sólo mirarla, Manuel supo que aquella joven no podía ser la novia de su papá. Entonces concluyó que de las mujeres que laboraban
en el Hotel Arabia, con edades entre los diecisiete y los veinte, sólo Manuela y Salomé, pudieron haber sido “lolitas”. Ya era tiempo de conocerlas mejor.

Noche

— ¡Aló! ¿Fabricio?
— ¡Sí, con él habla!
— ¡Qué tal! Con Manuel Arabia. Necesito preguntarle algo: ¿Hasta qué hora abren “El Café del Abad”?
— Hasta la una de la mañana, doctor.
— Fabricio, ¿cómo se llama el joven que trabaja ahí?
— Se llama Antonio y a las 6:30 recibió turno de Salomé, la muchacha que en la reunión le entregó a usted la flor.
— ¡Ahhh, sí! ¡Cómo olvidarse de ella!
A las 7:30, Manuel entró a “El Café del Abad”. Aunque no tenía presente quien era Antonio, lo reconoció fácilmente.
Era un hombre pequeño, de pelo liso, que usaba dos tallas más grandes los pantalones grises del uniforme. Llevaba la camisa a medio meter en el pantalón y caminaba como un cantante de música rap. Venía de servir cerveza a un grupo de jóvenes. Manuel se acercó y le dio la mano en señal de afecto.
— ¿Doctor, desea tomarse algo? —preguntó Antonio sorprendido por la visita.
— No, pero tengo hambre. Antonio, vaya al restaurante y tráigame un “Combo del Mar Rojo”, pero con una “Coca-Cola light”. La hamburguesa con pocas salsas.
— Con mucho gusto, doctor, pero ¿y el café?
— No se preocupe, yo me encargo mientras usted regresa. Así aprovecho para programar en el computador un par de canciones que quiero escuchar —haciendo una pausa, continuó diciendo—, ah, y dígale a doña Josefina que lo anote en
mi cuenta.
— Claro que sí, doctor.
Además de los jóvenes que bebían cerveza, en el café-bar había una pareja de novios tomando capuchino y tres señoras sentadas en la barra bebiendo vino caliente. Desde que entró, Manuel se dio cuenta que las mujeres de la barra no dejaban de mirarlo y de murmurar cosas. La música sonaba suave y el aroma de este sitio, tal como pensó, conservaba la presencia de “Lolita”.
Manuel esperó a que Antonio saliera del café-bar para buscar información que le ayudara a conocer mejor a Salomé. Abrió los cajones de la alacena, revisó los papeles archivados en tres grandes carpetas A-Z y ojeó página por página un cuaderno de cincuenta hojas que se encontraba junto a la caja registradora.
Buscó en medio de los licores, pero no encontró nada que la pudiera comprometer con su papá o con algún otro hombre.
Cuando se disponía a revisar el computador, una de las tres mujeres de la barra lo invitó a tomar una copa. El joven Arabia vestido de blue jeans, manifestó no beber en horarios de trabajo, ya que perdería el empleo si su jefe se daba cuenta.
— Sería muy estúpido si te despidiera —respondió la mujer del centro haciendo un guiño de ojos mientras las otras dos reían—. Pero si te despiden, te harían un gran favor, pues éste no es un trabajo para ti.
— ¿Y a qué hora sales? —Preguntó suspirando la mujer que estaba a su izquierda.
Haciéndose el que no había escuchado, Manuel se sentó en el computador y detalló el protector de pantalla. A orillas de un caudaloso río, estaba Salomé junto a un indígena de plumas coloridas en la cabeza y a una joven de su misma edad, que
tenía collares alrededor del pecho. Pensando en qué lugar pudo ser tomada esa fotografía, Manuel abrió el explorador de Windows y encontró que fuera de videos y canciones no había nada más en el disco duro, ni siquiera archivos de Office. Cansado de buscar pistas inexistentes, aprovechó para revisar su correo electrónico. Conectado a Internet, abrió MSN Messenger. Vaya sorpresa la
llevada al descubrir que su papá fue el último usuario que en ese computador revisó el correo electrónico. Ahí se encontraba grabado el correo y la contraseña, oportunidad que Manuel no desaprovechó, al pulsar “Clic” en el botón de Iniciar Sesión.
No había mensajes nuevos en la Bandeja de Entrada del e-mail de su papá. Manuel recordó que en horas de la mañana, mientras su tía revisaba su cuenta de correo, apareció un letrero informando que Lazzar acababa de iniciar sesión. La carpeta
de Correo No Deseado, estaba vacía y, como pensó, todo indicaba que la única persona sospechosa de conocer la contraseña era Salomé: la novia de su papá, la mismísima Dolores de Humbert Humbert.
Manuel respiró profundo, aspiró largamente el cigarrillo y pulsó “Clic” sobre el primero de los mensajes en la pantalla, organizados de acuerdo a la fecha de recibo. Se trataba de una comunicación de un banco en Suiza que llegó el día anterior. El
mensaje decía:

Señor Lazzar Arabia Abdala:
Su contraseña es correcta. Para realizar el traslado de dinero que usted solicita en la comunicación electrónica fechada el día viernes dos (2) de abril, primero debe
responder a las preguntas secretas enunciadas a continuación: ¿Qué animal tenían
de mascota sus abuelos maternos?
a ) ¿Cómo se llamaba?
Una vez verificada la información, se procederá a consignar el dinero en la cuenta
bancaria que usted nos indique. Este mensaje se almacenará en nuestro archivo.
Cordialmente,
Aldebarán Ravonel
Gerente Comercial - Ginebra’s Bank


Manuel no sabía de la existencia de aquella cuenta bancaria.
En la carpeta de Mensajes Enviados, encontró una comunicación que Salomé le escribió al banco suplantando a Lazzar, en donde enviaba una contraseña y solicitaba la información necesaria para hacer un traslado de capital a otra cuenta.
Manuel, seguro de que solo su tía y él conocían las respuestas a las preguntas secretas, escribió al banco, respondió las preguntas y les dio un número de cuenta, también en Suiza, para hacer el traslado del dinero. Pidió que le consignaran diez mil euros y a la vuelta de correo le enviaran un extracto bancario.
Actuó de ésta manera, ya que si comunicaba la muerte de su papá, tardarían más de seis meses en consignarle el dinero.
Después de enviar el mensaje, Manuel encendió un cigarrillo y cambió la contraseña del correo electrónico. Al ver que Antonio, haciendo un esfuerzo por no pisar el dobladillo de sus pantalones, traía en una bandeja de plástico la hamburguesa y dos frascos de salsas, una de ajo y otra de tomate, y que la canción: I Dont Want To Miss a Thing, de Aerosmith ya se terminaba, colocó en el computador: Yellow Submarine, de The Beatles y fingió llevar mucho rato hablando con las tres señoras de la barra.
— Ya que llegó mi reemplazo… ¿Qué me estaban ofreciendo?
— Ven siéntate con nosotras —dijo una de ellas mientras le servía una copa de vino.
— Antonio, ¿y tú ya cenaste? —preguntó Manuel viendo que estaba cerca.
— No, aún no —respondió, mirando hacia el piso.
— Cómete la hamburguesa. Como tardaste tanto, acepté una copa a las señoras, y cuando bebo prefiero no comer.
Manuel recibió la copa de vino y se tomó un trago. Luego, observando detenidamente a cada una de sus acompañantes, les dijo:
— Disculpen la indiscreción, ¿ustedes se encuentran en plan turístico o de negocios?
— De negocios, pero con usted en frente sólo podemos pensar en diversión —dijo la que se encontraba en la mitad de las tres y parecía ser la mayor de todas.
— ¿Pero qué hace trabajando aquí un hombre tan atractivo? —preguntó la señora de la izquierda.
Manuel bebió su trago, encendió otro cigarrillo y les mostró su copa vacía.
— ¡Hoy es tu día de suerte! ¡Pórtate bien y te ganarás una buena propina! —exclamó la mujer de la derecha, que hasta el momento no había hablado y era la más bonita de todas.
— Y según tú ¿qué debo hacer?
— Con un streptease y por qué no, un masaje, será suficiente.
— ¡Qué buena idea! —exclamó la que parecía ser la mayor de todas— ¿Y qué decides?
— Este chistecito les va a salir costoso —dijo Manuel, exhalando por la boca el humo del cigarrillo y volviéndolo a respirar por la nariz.
Una vez dijo esto, ellas se levantaron con rapidez, como evitando que Manuel tuviera tiempo de arrepentirse. Pidieron la cuenta y Antonio le agradeció a su jefe por la comida. Manuel, con las manos atrás de la espalda, pensando en la sorpresa que se llevaría Salomé cuando tratara de abrir el correo electrónico de su papá, salió del café con sus tres acompañantes.

Lunes Santo - Mañana

Cuando Manuel entró al restaurante, los primeros rayos de sol empezaban a resplandecer. En el desayuno de trabajo lo acompañaban el Jefe Administrativo, un chef internacional, el capitán de los meseros, la jefe de las aseadoras, el cura párroco y un comandante retirado del ejército, responsable de brindar seguridad. Aquella mañana arribarían cientos de personas provenientes de todo el mundo, con la intención de asistir a las conmemoraciones religiosas que hacían de esta ciudad La Jerusalén de América. Entre estos eventos se encontraban las procesiones de Semana Santa, el Festival de Música Religiosa, las visitas a los museos, las diferentes eucaristías y un gran número de actividades culturales.
Una vez iniciada la reunión, los empleados anunciaron que todo estaba listo para hacer que los huéspedes se sintieran como en su propia casa. Desde el salpicón, el manjarblanco y el helado de paila que acompañaban las comidas, pasando por la seguridad de los huéspedes en las visitas turísticas.
Cuando la reunión estaba por terminar, entró en el restaurante el agente Valdivieso. Llevaba las manos en los bolsillos de su abrigo. Manuel lo saludó y le pidió esperarlo en su oficina.
Cuando Manuel entró a su despacho, el humo de la pipa de Valdivieso invadía todo el recinto. Él hablaba por su teléfono móvil con un agente del Comando de Policía. Su voz ronca y escandalosa se escuchaba desde los pasillos. Había cambiado de pipa y de picadura. Ésta era recta y fumaba una mezcla fuerte a vainilla. Cuando Manuel consideró lo anterior, Valdivieso le contó que un tío suyo que hacía parte de un club de fumadores de pipa, le había traído esa picadura de Holanda. También le confesó que encontraba placer en fumarse una mezcla aromática y al día siguiente, una no aromática.
— Desde el sábado nos hemos dado a la tarea de seguir a Rafael Eduardo. Podría asegurar que algo se trae entre manos —aseguró Valdivieso.
— ¿A qué se refiere exactamente?
— Mire, el viernes en la tarde, Rafael le dijo a su mujer que todo el fin de semana estaría en un congreso organizado por la Asociación Nacional de Hoteleros. A las once de la mañana doña Carmenza lo dejó en el aeropuerto. El muy pícaro, en cuanto la vio marcharse, abordó un taxi. Los detectives que lo seguían trataron de alcanzarlo pero lo perdieron de vista. En horas de la tarde, Rafael llamó a su esposa para informarle que llegó bien. Como las líneas telefónicas se hallaban intervenidas, dimos fácilmente con su paradero: se encontraba a las afueras de la ciudad en una casa-finca de propiedad de un primo suyo. Al sospechoso lo acompaña una joven que no debe sobrepasar los dieciséis años de edad y con la que sostiene una íntima relación. Ellos siguen en la finca, pero aún no se ha establecido la identidad de ella.
—Mi papá, al igual que Rafael Eduardo, salía con una niña —comunicó Manuel, con una expresión de gravedad en su rostro.
— ¡Ahí están pintados estos millonarios! —exclamó Valdivieso alisándose la barba.
Fingiendo no conocer quién era la novia de su papá, Manuel le enseñó a Valdivieso la carta y le habló sobre la novela de Nabokov y sobre el fragmento del libro subrayado. Del mismo modo le dijo que con su tía asumieron que la “lolita” debía
trabajar ahí, porque Lazzar muy pocas veces se ausentaba del hotel. Pero le confesó que lo desconcertaba darse cuenta que así como Rafael Eduardo hizo creer a su mujer que asistiría a una reunión de negocios y a escondidas se veía con alguien más, su papá también pudo hacer lo mismo.
Después Manuel permaneció largo rato en silencio y comenzó a balancearse en su silla, de arriba hacia abajo. Valdivieso lo miraba impaciente, pero no se atrevía a interrumpir sus pensamientos. De repente Manuel rompió el silencio:
— Es probable que la novia de mi papá sea la misma persona que en estos momentos se encuentra con Rafael Eduardo.
Para vengarse de él, esta mujer pudo aliarse con el presidente de la Junta Directiva. La envidia de Rafael es conocida por todos.
— Su teoría tiene sentido, joven. Tanto en la literatura policíaca, como en los casos reales de homicidio, la mayor de las veces los móviles de los crímenes son el amor o el dinero. La muerte de su papá y de Jorge, pudieron ser una mezcla de ambos.
Valdivieso se levantó de la silla y se puso su abrigo. Le dijo a Manuel que si lo llegaba a necesitar no dudara en llamarlo.
Por último le recomendó que así fueran mínimas las posibilidades de que una de las trabajadoras de ese hotel fuera la supuesta novia de su papá y, a su vez, saliera con el presidente de la Junta Directiva, hiciera lo propio investigándolas.
Manuel se levantó y le estrechó la mano, acordando reunirse el Miércoles Santo.

Tarde

— Disculpe doctor, Fabricio, el capitán de los meseros, quiere hablar con usted. Vino con Darío, otro de ellos.
Manuel, aunque se encontraba ocupado revisando el proyecto de “El Museo de la Tortura y la Pena Capital”, pues no quería perder el esfuerzo de su papá, los hizo pasar. Fabricio saludó cortésmente a Manuel, pero Darío, sin mirarlo, rechazó su
invitación a tomar asiento y durante toda la charla permaneció de pie. Darío tenía veinticuatro años, era de estatura baja, contextura delgada y, a pesar de su edad, empezaba a quedarse calvo, razón por la cual llevaba el cabello muy corto. A Manuel le inquietó su actitud y más cuando se le ocurrió que detrás de aquel vestido de mesero: pantalón negro, camisa blanca y corbatín, parecía ser una de esas personas que sin ese tipo de actitudes y sin su nombre grabado en el uniforme,
estaba condenado a pasar inadvertido.
Fabricio le contó al gerente que esa mañana le hizo un llamado de atención a Darío, porque se había vuelto ineficiente en el trabajo y, de un tiempo para acá, se la pasaba triste. Darío le confesó que estaba enamorado de Salomé y sufría un mal de amores. Cuando dijo esto, Manuel llamó a una de las secretarias y le pidió dos tintos dobles, uno para él y otro para Fabricio. Al mesero que permanecía de píe, no le ofreció nada. Una vez Blanca sirvió los tintos, Fabricio tomó un gran sorbo
y complementó lo anterior:
— No fue nuevo escuchar que alguien estuviera enamorado de Salomé. Lo que me inquietó fue lo que al respecto Darío mencionó.
En este punto, Fabricio invitó a su compañero a continuar el relato. Éste, mirando al piso, de mala gana dijo:
— Hace tres meses yo empecé a frecuentar a Salomé. Cuando la visitaba ella parecía alegrarse; me tomaba de la mano y era muy especial. El 7 de enero, fecha en que cumplió los dieciocho años, fui a visitarla. Cuando llegué a “El Café del Abad”, antes de entrar, me asomé por una de las ventanitas de la puerta. Ahí vi al doctor Lazzar y a Salomé, besándose y tomando whisky. Sobre la barra había un ramo de rosas tan grande, que como supe después, tuvieron que cargarlo entre varias personas.
Darío se quedó en silencio y estornudó. En ese momento, por primera vez levantó su rostro y con ojos que reflejaban el ardor de sus entrañas miró a Manuel. El joven Arabia respiró profundo, sabiendo que se encontraba ante otro posible asesino.
— ¡Salud! —dijo Manuel.
Darío bajó de nuevo su mirada y con la voz entrecortada continuó diciendo:
— El doctor Lazzar y Salomé parecían llevar bebiendo largo rato, pues se veían borrachos. Los observé alrededor de diez minutos, tiempo en el que no hicieron más que besarse. Después me marché del café y una semana más tarde regresé.
Salomé me recibió con la misma calidez de siempre, me sirvió una Coca-Cola y me preguntó por qué no había vuelto a visitarla. Le respondí que había estado muy ocupado. Me tomó de la mano y conversamos largo rato de cosas sin importancia.
Cuando le pregunté sí tenía novio o sí salía con alguien, ella lo negó todo. Al despedirse, me dio un beso cerca de la boca y me dijo que regresara la próxima semana, que necesitaba pedirme un favor muy especial.
El martes siguiente, después de terminar su jornada de trabajo, Darío regresó a “El Café del Abad”. ¡Cuál no sería su sorpresa al escuchar que Lazzar y Salomé tenían una fuerte discusión! Darío no entendió el motivo, pero de acuerdo a lo que vio a través de la puerta de cuartelones de cristal, Salomé le hacía un reclamo. Entonces prefirió marcharse.
— A los dos días murió el doctor Jorge y por algún motivo que no conozco, Salomé fue corrida del puesto. Una semana después nuevamente fue contratada.
— ¿Y usted ha vuelto a hablar con Salomé? —inquirió Manuel.
— No, hasta ahora no he regresado al café.
— ¿Y alguien más conoce esta historia?
— ¡Nadie más! Y si Fabricio no me hubiera obligado a contarle, ni siguiera usted la sabría.
Manuel les rogó completa discreción: ¡Por nada del mundo quería ensuciar la memoria de su papá! A Darío, que continuaba de pie, le dijo que fuera a visitar a Salomé y le preguntara por el favor que necesitaba. A Fabricio le pidió aguardar
un segundo, pues debía hablar con él sobre otro asunto.
— ¿Usted cree a su compañero capaz de asesinar a mi papá? —preguntó Manuel al capitán de los meseros una vez Darío se marchó.
— No creo… pero ahora que lo menciona, la semana del crimen, él se reportó enfermo.
Manuel, pensando que Darío tenía acceso al hotel, pidió otro tinto doble y con su puño y letra escribió en un trozo de papel:

Querida Salomé:
La otra noche dejamos una conversación inconclusa. ¡Me gustaría conocerla mejor! Faltando quince minutos para las siete, estaré esperándola en la última banca de la iglesia de San Francisco. Si no puede ir, no se preocupe: sabré entender.
Manuel Arabia Vallejo


Luego dobló en dos partes iguales el papel y con la grapadora le puso en la mitad un gancho y se lo entregó a Fabricio, para que se lo llevara personalmente a Salomé. Él, sin hacer preguntas salió de la oficina.

Noche

A las seis menos cinco, el joven Arabia entró a la iglesia de San Francisco, con la intención de escuchar la eucaristía y, antes que llegara Salomé, aclarar algunos de sus pensamientos.
La iglesia estaba ubicada contigua al hotel, en la intersección entre la carrera y la calle. Aunque por su arquitectura de estilo barroco, pintura, imaginería y mobiliario, aquel templo era el más rico de la ciudad, a Manuel no dejaba de parecerle un lugar frío.
Cuando entró, la eucaristía había empezado. Se dio la bendición y tomó asiento en la última banca del lado derecho y oró por el alma de su papá. Además le pidió a Dios sabiduría para tomar decisiones y se detuvo a observar los arcos tallados en piedra, los camarines en madera y el púlpito de la escuela quiteña del siglo XVIII, en el que entre coloridos pájaros, enredaderas y flores, una mujer sostenía en su cabeza una cesta de frutas y llevaba en sus brazos una piña.
En esto se escucharon los tacones de alguien que se aproximaba. Manuel miró de reojo y vio a Salomé. Vestía un traje negro. Ella se acercó y apoyó la mano derecha sobre su hombro.
Llevaba puesto un guante de seda del mismo color de luto de su vestido. Manuel se dio la bendición y se levantó de la silla, con el temor de perderse en aquellos ojos esmeralda que se reflejaban en el medallón en forma de luna que prendía de su cuello.
Al salir de la iglesia, Manuel la tomó de la mano y la condujo hasta el carro. Salomé pareció incomodarse al ver el Mercedes Benz estacionado afuera.
— ¿Hacia dónde nos dirigimos? —preguntó ella.
— A ningún lugar específico: sólo quiero conocer a la novia de mi papá —dijo Manuel en un tono de voz muy bajo.
Al joven Arabia le maravillaba la visión de los arquitectos de la Colonia, que planearon cada detalle de la ciudad para ser la más bella y funcional de todas. Uno de esos detalles eran las amplias calles, construidas como previendo que quinientos
años después, las personas no se transportarían a pie ni a caballo, sino en vehículos.
Manuel condujo varias manzanas en dirección occidental, disfrutando del silencio de las calles y de la coexistencia entre la ciudad vieja y la moderna. Como pocas ciudades latinoamericanas, las dos caras de una misma moneda habían logrado convivir en armonía, sin que la moderna destruyera a la histórica. El joven Arabia se detuvo en un estanco del barrio “La Esmeralda” y compró cigarrillos y una botella de whisky.
Lo atendió una joven muy linda, que suspiró al verlo. Cuando regresó al carro, sonaba “El Concierto de Aranjuéz”. Salomé, sin titubeos, arreglándose los rizos de su cabello, señaló que cuando Lazzar escuchaba aquella melodía, le llegaban recuerdos de su infancia. Manuel, se sirvió un trago de whisky y le pasó otro igual a Salomé. Encendió el carro y tomó la avenida Panamericana, en dirección al norte. Ella seguía con sus dedos la melodía de las guitarras y sonriendo miraba por el espejo retrovisor los carros que a ciento sesenta kilómetros por hora quedaban en el camino.
— Anoche te busqué en “El Café del Abad”, pero no estabas —comentó Manuel bajando el volumen del equipo de sonido.
- Ya sabía —contestó ella—. Antonio me dijo que el Gerente General le regaló un “Combo del Mar Rojo”.
Mientras Salomé terminaba de decir lo anterior, a su izquierda Manuel vio un letrero en luces de neón que decía: “Bienvenidos al Motel La Siesta”. Recordando la publicidad que encontró en la billetera de su papá, de forma violenta detuvo el carro y sin darle tiempo de opinar a su acompañante, entró y pidió una habitación. A Salomé pareció no importarle, tomó la botella de whisky y se bajó del carro, sentándose sobre una de las poltronas de la sala de estar. Manuel hizo lo propio,
sorprendido por la tranquilidad de esta mujer que hacía pocos días había cumplido los dieciocho años. Salomé le sirvió otro whisky y sin que él dejara de mirarla, conciente de que debía estar pensando que dicho motel era uno de los sitios predilectos de ella y de su papá, brindó por quien fue el primero, y, según dijo, el único hombre en su vida: Lazzar Arabia Abdala.
— ¿Y cómo conociste a mi papá?
— ¡Es una larga historia, pero trataré de abreviarla! —exclamó Salomé—. Cuando nací, mi papá, que trabajaba como maestro de obra, abandonó a mi mamá. Ella, que no era de esta ciudad y que no conocía a nadie, empezó a buscar empleo.
Por aquellos días conoció a una trabajadora de la Fundación Arabia, que hacía labor social en el sector donde vivíamos. Las dos se hicieron amigas y ella le ayudó a conseguir trabajo como lavandera en este hotel. Mi mamá trabajó allí once años, hasta que una enfermedad pulmonar la llevó a la tumba. Yo quedé huérfana, pues aunque tenía una tía, ella no quería hacerse cargo de mí.
Una tarde, cuando los trámites estaban listos para ser entregada en adopción, Salomé, a quien le faltaban dos meses para cumplir los doce años, entró a la oficina de Lazzar, lo abrazó y llorando le suplicó que le permitiera quedarse. Se ofreció a
hacer el trabajo de su mamá y todo lo que él quisiera. Lazzar, que jamás la había visto, quedó encantado con aquella nínfula a punto de convertirse en mujer. La Fundación Arabia hizo las gestiones necesarias y la niña quedó bajo su tutoría. Jorge, quien era el Presidente de la Junta Directiva, apoyó a Lazzar en esta decisión y se convirtió en otro padre para ella.
La Fundación Arabia dispuso para Salomé una habitación en la sede donde funcionaba. Por las mañanas ella estudiaba en un colegio de monjas y, según lo pactado con Lazzar, debía estar entre las cinco mejores estudiantes del curso. El resto del día lo dedicaba a cuidar las instalaciones de la fundación.
Lazzar, como Humbert Humbert era muy celoso, razón por la que Salomé no tenía autorización para salir de noche, tener amigos, ni permitir el ingreso de nadie diferente a él, después de las seis de la tarde.
— Por esos días, Lazzar y yo nos enamoramos.
— ¿Y por qué no hicieron pública la relación?
— Porque no es bien visto que una menor de edad y su padrastro sean novios. No te enteraste de nada, porque las veces que venías de vacaciones Lazzar se las arreglaba para que nunca nos encontráramos. Íbamos tan en serio, que incluso me propuso matrimonio con varios años de anticipación, cuando yo cumpliera los dieciocho.
— ¿Cuándo cumpliste los dieciocho?
— Hace dos meses.
— ¿Y cómo era su relación de pareja?
— ¡Muy bella! —suspiró—. Los primeros años Lazzar vivía muy pendiente de mí: era celoso y me sobreprotegía. Teníamos problemas como cualquier pareja, pero ninguno de gravedad. Cuando me gradué del colegio, a los diecisiete, nuestra
relación cambió por completo, yo no quería seguir viéndolo a escondidas. Entonces Lazzar me ofreció trabajo en el hotel, moderó sus celos y por primera vez, yo tuve amigos. Adicionalmente abrimos una cuenta bancaria para irnos de luna de miel.
— Si lo que me dices es verdad, ¿por qué mi padre te corrió del trabajo?
— ¡Ahhh! —exclamó—. Tú papá nunca me despidió, yo renuncié por mi propia voluntad. Estaba convencida que si me alejaba, él me iba a extrañar y agilizaría nuestra boda. Sí, lo confieso, mi estrategia funcionó; después del suicidio de Jorge no había pasado siquiera una semana y Lazzar me fue a buscar para decirme que se sentía muy solo y quería que volviera al trabajo… Lo amaba y sufro en silencio su muerte.
Cuando pronunció lo anterior, sus ojos se humedecieron. Manuel se acercó y la abrazó tan fuerte que sintió las lagrimas de Salomé correr por sus propias mejillas. Entonces envidió por segunda vez a su papá, pues ella tenía lo que a su novia Satine le hacía falta: encanto.
— ¿Cómo habría sido a los trece? —se preguntó Manuel.
Ella se levantó del sofá y sirvió otro whisky. Después se quitó los zapatos y observando uno de los cuadros que prendían de la pared, se acostó sobre la cama. En el espejo del techo imitó la posición y los gestos de la nínfula de la pintura. Manuel bebía grandes tragos de whisky.
— ¿Cuál de las dos luce más provocativa? —preguntó, señalando a la rubia del cuadro.
El joven Arabia se quitó la chaqueta de paño, se aflojó el cuello de la camisa, corriéndose el nudo de la corbata y se arrodilló junto a ella. Salomé se llevó su dedo índice a los labios y le indicó que no dijera nada. Manuel dejó en el suelo el vaso de whisky e intentó besarla, pero ella movió hacia un lado su cabeza y simulando ver su reloj exclamó:
— ¡Se hizo tarde!
Manuel, que parecía estar en medio de un sueño, volvió a la realidad. Se levantó, prendió un cigarrillo y se subió al carro, ella hizo lo propio. De camino al hotel, ninguno pronunció palabra. La noche estaba fría y pronto caería un aguacero.
— Te espero mañana a las seis de la tarde: quiero llevarte a un lugar muy especial —dijo Salomé dando un beso en la mejilla a su acompañante.
— Olvidé agradecerte por haberme regalado aquella rosa en la reunión. La colgué del tallo para que se petrifique y conserve su aroma.

Acerca del autor

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).