A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Tarde

En la base de datos de los empleados del Hotel Arabia, Manuel encontró que trabajaban cincuenta y un mujeres. De ellas, el cuarenta y dos por ciento estaban entre los diecisiete y los treinta años. Recordó que una “lolita” no podía sobrepasar los trece, ya que si había interpretado bien a Nabokov, después de esa edad su belleza se marchitaba. Una “lolita” debía ser una niña a punto de ser mujer, de infantiles y carnudos labios, ternura y penetrantes ojos.
— “Mi papá a diferencia de Humbert Humbert, no sería capaz de involucrarse con una niña”. —pensó Manuel.
La más joven de las trabajadoras tenía diecisiete años y le seguían otras cuatro con edades inferiores a los veinte. Una se desempeñaba como recepcionista, dos como meseras, otra como secretaria y, como lo había sospechado, Salomé, que trabajaba como barmaid en “El Café del Abad”.
Manuel pensó que ninguna de ellas era propiamente una “lolita”, pero existía la posibilidad de que algún día lo hubieran sido o su papá a los sesenta y siete años, las reconociera como tales. Entonces Manuel fue en busca de la primera aspirante a “lolita”.
Ana, la recepcionista, hablaba por teléfono tras una larga barra de mármol. Manuel se acercó, sacó un cigarrillo y sin dejar de observarla le pidió un fósforo. En ese momento recordó que cuando llegó al hotel ella le asignó la suite. Después pensó que Ana no podía ser la novia de su papá, no sólo porque llevaba en su dedo anular una argolla de matrimonio, sino porque su físico, antes de venir al mundo ya se había marchitado.
Al percatarse de la presencia del joven Arabia, Ana se apresuro a colgar el teléfono y, recordando la reunión del sábado por la mañana, le dijo a su jefe:
— El doctor Lazzar contrató a mi hermano, para realizar un estudio sobre los espacios desperdiciados del hotel. Él, que es arquitecto, encontró cosas que a usted pueden interesarle. Como que las columnas de la sala de estar, son puramente decorativas y no cumplen ningún papel en la estructura del edificio.
— ¡Qué interesante! —replicó Manuel.
— ¡Sí! Mi hermano propone convertir este espacio en seis nuevos cuartos. El doctor Lazzar no alcanzó a conocer los resultados del estudio, pero estaba muy interesado en ellos.
— Dile a tu hermano que después de Semana Santa venga a hablar conmigo.
Luego agradeció a Ana por la información y habiendo descartado a la primera de las cinco candidatas se dirigió al casino.
Allí buscaría a dos meseras; la primera debía llevar grabado en el delantal el nombre de Paola, y la segunda el de Manuela.
Cuando entró, dos empleados salían, llevando sobre una silla de ruedas a una anciana que destilaba alcohol. Ella vestía de negro y sobre sus hombros caía una pañoleta hindú, color rojizo.
— Disculpe, ¿usted conoce quien es la señora de la silla de ruedas? —preguntó Manuel a una mesera que aparentaba tener más de cuarenta años.
— Es la mamá de un ingeniero que vino a construir un “Centro Comercial”.
Manuel encendió un cigarrillo. Del otro lado del casino, frente a la caja registradora en donde se cambian las monedas por fichas, vio a una mujer con unas piernas largas y delgadas. Desde ahí, le era imposible ver su rostro y menos el nombre escrito en el delantal. Se acercó pensando que aquellas piernas debían ser de una mujer joven. Estaba en lo correcto, se trataba de la Manuela que buscaba, quien, según el registro, era la trabajadora de menor edad del hotel. Delgada, de pelo largo y negro, llevaba una cerveza a un cliente que apostaba en la máquina de carreras de caballos.
El joven Arabia se detuvo a observarla y, cuando ella se percató de su presencia, de manera instantánea comenzó a temblar.
En esto sonó la sirena de una máquina tragamonedas, anunciando a un ganador y Manuela enredó su tacón en la alfombra y con todo y cerveza fue a dar al piso. Manuel se acercó a ayudarla y con él, la mesera llamada Paola. Aunque parecían de la misma edad, su físico era todo lo contrario al de Manuela: de estatura baja, ancha de espaldas y pelo muy corto.
Sin dejar de admirar la piel tostada por el sol de Manuela y su mirada angelical, el joven Arabia la ayudó a levantarse.
— ¡Tenga más cuidado, que puede ocasionar un accidente! —dijo con severidad—. ¿Se encuentra bien?
— Sí, doctor, discúlpeme.
— ¿Cuánto tiempo lleva usted trabajando aquí?
— Tres años, señor Arabia.
— La espero el martes en mi oficina. Vaya en horas de la mañana; necesito hablar con usted de algo muy importante. Sandra era la encargada de llevar el registro de todos los productos que salían del almacén, como alimentos, artículos de limpieza, sábanas e insumos de oficina. Con sólo mirarla, Manuel supo que aquella joven no podía ser la novia de su papá. Entonces concluyó que de las mujeres que laboraban
en el Hotel Arabia, con edades entre los diecisiete y los veinte, sólo Manuela y Salomé, pudieron haber sido “lolitas”. Ya era tiempo de conocerlas mejor.

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).