A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Tarde

— Disculpe doctor, Fabricio, el capitán de los meseros, quiere hablar con usted. Vino con Darío, otro de ellos.
Manuel, aunque se encontraba ocupado revisando el proyecto de “El Museo de la Tortura y la Pena Capital”, pues no quería perder el esfuerzo de su papá, los hizo pasar. Fabricio saludó cortésmente a Manuel, pero Darío, sin mirarlo, rechazó su
invitación a tomar asiento y durante toda la charla permaneció de pie. Darío tenía veinticuatro años, era de estatura baja, contextura delgada y, a pesar de su edad, empezaba a quedarse calvo, razón por la cual llevaba el cabello muy corto. A Manuel le inquietó su actitud y más cuando se le ocurrió que detrás de aquel vestido de mesero: pantalón negro, camisa blanca y corbatín, parecía ser una de esas personas que sin ese tipo de actitudes y sin su nombre grabado en el uniforme,
estaba condenado a pasar inadvertido.
Fabricio le contó al gerente que esa mañana le hizo un llamado de atención a Darío, porque se había vuelto ineficiente en el trabajo y, de un tiempo para acá, se la pasaba triste. Darío le confesó que estaba enamorado de Salomé y sufría un mal de amores. Cuando dijo esto, Manuel llamó a una de las secretarias y le pidió dos tintos dobles, uno para él y otro para Fabricio. Al mesero que permanecía de píe, no le ofreció nada. Una vez Blanca sirvió los tintos, Fabricio tomó un gran sorbo
y complementó lo anterior:
— No fue nuevo escuchar que alguien estuviera enamorado de Salomé. Lo que me inquietó fue lo que al respecto Darío mencionó.
En este punto, Fabricio invitó a su compañero a continuar el relato. Éste, mirando al piso, de mala gana dijo:
— Hace tres meses yo empecé a frecuentar a Salomé. Cuando la visitaba ella parecía alegrarse; me tomaba de la mano y era muy especial. El 7 de enero, fecha en que cumplió los dieciocho años, fui a visitarla. Cuando llegué a “El Café del Abad”, antes de entrar, me asomé por una de las ventanitas de la puerta. Ahí vi al doctor Lazzar y a Salomé, besándose y tomando whisky. Sobre la barra había un ramo de rosas tan grande, que como supe después, tuvieron que cargarlo entre varias personas.
Darío se quedó en silencio y estornudó. En ese momento, por primera vez levantó su rostro y con ojos que reflejaban el ardor de sus entrañas miró a Manuel. El joven Arabia respiró profundo, sabiendo que se encontraba ante otro posible asesino.
— ¡Salud! —dijo Manuel.
Darío bajó de nuevo su mirada y con la voz entrecortada continuó diciendo:
— El doctor Lazzar y Salomé parecían llevar bebiendo largo rato, pues se veían borrachos. Los observé alrededor de diez minutos, tiempo en el que no hicieron más que besarse. Después me marché del café y una semana más tarde regresé.
Salomé me recibió con la misma calidez de siempre, me sirvió una Coca-Cola y me preguntó por qué no había vuelto a visitarla. Le respondí que había estado muy ocupado. Me tomó de la mano y conversamos largo rato de cosas sin importancia.
Cuando le pregunté sí tenía novio o sí salía con alguien, ella lo negó todo. Al despedirse, me dio un beso cerca de la boca y me dijo que regresara la próxima semana, que necesitaba pedirme un favor muy especial.
El martes siguiente, después de terminar su jornada de trabajo, Darío regresó a “El Café del Abad”. ¡Cuál no sería su sorpresa al escuchar que Lazzar y Salomé tenían una fuerte discusión! Darío no entendió el motivo, pero de acuerdo a lo que vio a través de la puerta de cuartelones de cristal, Salomé le hacía un reclamo. Entonces prefirió marcharse.
— A los dos días murió el doctor Jorge y por algún motivo que no conozco, Salomé fue corrida del puesto. Una semana después nuevamente fue contratada.
— ¿Y usted ha vuelto a hablar con Salomé? —inquirió Manuel.
— No, hasta ahora no he regresado al café.
— ¿Y alguien más conoce esta historia?
— ¡Nadie más! Y si Fabricio no me hubiera obligado a contarle, ni siguiera usted la sabría.
Manuel les rogó completa discreción: ¡Por nada del mundo quería ensuciar la memoria de su papá! A Darío, que continuaba de pie, le dijo que fuera a visitar a Salomé y le preguntara por el favor que necesitaba. A Fabricio le pidió aguardar
un segundo, pues debía hablar con él sobre otro asunto.
— ¿Usted cree a su compañero capaz de asesinar a mi papá? —preguntó Manuel al capitán de los meseros una vez Darío se marchó.
— No creo… pero ahora que lo menciona, la semana del crimen, él se reportó enfermo.
Manuel, pensando que Darío tenía acceso al hotel, pidió otro tinto doble y con su puño y letra escribió en un trozo de papel:

Querida Salomé:
La otra noche dejamos una conversación inconclusa. ¡Me gustaría conocerla mejor! Faltando quince minutos para las siete, estaré esperándola en la última banca de la iglesia de San Francisco. Si no puede ir, no se preocupe: sabré entender.
Manuel Arabia Vallejo


Luego dobló en dos partes iguales el papel y con la grapadora le puso en la mitad un gancho y se lo entregó a Fabricio, para que se lo llevara personalmente a Salomé. Él, sin hacer preguntas salió de la oficina.

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).