A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Noche

A las seis menos cinco, el joven Arabia entró a la iglesia de San Francisco, con la intención de escuchar la eucaristía y, antes que llegara Salomé, aclarar algunos de sus pensamientos.
La iglesia estaba ubicada contigua al hotel, en la intersección entre la carrera y la calle. Aunque por su arquitectura de estilo barroco, pintura, imaginería y mobiliario, aquel templo era el más rico de la ciudad, a Manuel no dejaba de parecerle un lugar frío.
Cuando entró, la eucaristía había empezado. Se dio la bendición y tomó asiento en la última banca del lado derecho y oró por el alma de su papá. Además le pidió a Dios sabiduría para tomar decisiones y se detuvo a observar los arcos tallados en piedra, los camarines en madera y el púlpito de la escuela quiteña del siglo XVIII, en el que entre coloridos pájaros, enredaderas y flores, una mujer sostenía en su cabeza una cesta de frutas y llevaba en sus brazos una piña.
En esto se escucharon los tacones de alguien que se aproximaba. Manuel miró de reojo y vio a Salomé. Vestía un traje negro. Ella se acercó y apoyó la mano derecha sobre su hombro.
Llevaba puesto un guante de seda del mismo color de luto de su vestido. Manuel se dio la bendición y se levantó de la silla, con el temor de perderse en aquellos ojos esmeralda que se reflejaban en el medallón en forma de luna que prendía de su cuello.
Al salir de la iglesia, Manuel la tomó de la mano y la condujo hasta el carro. Salomé pareció incomodarse al ver el Mercedes Benz estacionado afuera.
— ¿Hacia dónde nos dirigimos? —preguntó ella.
— A ningún lugar específico: sólo quiero conocer a la novia de mi papá —dijo Manuel en un tono de voz muy bajo.
Al joven Arabia le maravillaba la visión de los arquitectos de la Colonia, que planearon cada detalle de la ciudad para ser la más bella y funcional de todas. Uno de esos detalles eran las amplias calles, construidas como previendo que quinientos
años después, las personas no se transportarían a pie ni a caballo, sino en vehículos.
Manuel condujo varias manzanas en dirección occidental, disfrutando del silencio de las calles y de la coexistencia entre la ciudad vieja y la moderna. Como pocas ciudades latinoamericanas, las dos caras de una misma moneda habían logrado convivir en armonía, sin que la moderna destruyera a la histórica. El joven Arabia se detuvo en un estanco del barrio “La Esmeralda” y compró cigarrillos y una botella de whisky.
Lo atendió una joven muy linda, que suspiró al verlo. Cuando regresó al carro, sonaba “El Concierto de Aranjuéz”. Salomé, sin titubeos, arreglándose los rizos de su cabello, señaló que cuando Lazzar escuchaba aquella melodía, le llegaban recuerdos de su infancia. Manuel, se sirvió un trago de whisky y le pasó otro igual a Salomé. Encendió el carro y tomó la avenida Panamericana, en dirección al norte. Ella seguía con sus dedos la melodía de las guitarras y sonriendo miraba por el espejo retrovisor los carros que a ciento sesenta kilómetros por hora quedaban en el camino.
— Anoche te busqué en “El Café del Abad”, pero no estabas —comentó Manuel bajando el volumen del equipo de sonido.
- Ya sabía —contestó ella—. Antonio me dijo que el Gerente General le regaló un “Combo del Mar Rojo”.
Mientras Salomé terminaba de decir lo anterior, a su izquierda Manuel vio un letrero en luces de neón que decía: “Bienvenidos al Motel La Siesta”. Recordando la publicidad que encontró en la billetera de su papá, de forma violenta detuvo el carro y sin darle tiempo de opinar a su acompañante, entró y pidió una habitación. A Salomé pareció no importarle, tomó la botella de whisky y se bajó del carro, sentándose sobre una de las poltronas de la sala de estar. Manuel hizo lo propio,
sorprendido por la tranquilidad de esta mujer que hacía pocos días había cumplido los dieciocho años. Salomé le sirvió otro whisky y sin que él dejara de mirarla, conciente de que debía estar pensando que dicho motel era uno de los sitios predilectos de ella y de su papá, brindó por quien fue el primero, y, según dijo, el único hombre en su vida: Lazzar Arabia Abdala.
— ¿Y cómo conociste a mi papá?
— ¡Es una larga historia, pero trataré de abreviarla! —exclamó Salomé—. Cuando nací, mi papá, que trabajaba como maestro de obra, abandonó a mi mamá. Ella, que no era de esta ciudad y que no conocía a nadie, empezó a buscar empleo.
Por aquellos días conoció a una trabajadora de la Fundación Arabia, que hacía labor social en el sector donde vivíamos. Las dos se hicieron amigas y ella le ayudó a conseguir trabajo como lavandera en este hotel. Mi mamá trabajó allí once años, hasta que una enfermedad pulmonar la llevó a la tumba. Yo quedé huérfana, pues aunque tenía una tía, ella no quería hacerse cargo de mí.
Una tarde, cuando los trámites estaban listos para ser entregada en adopción, Salomé, a quien le faltaban dos meses para cumplir los doce años, entró a la oficina de Lazzar, lo abrazó y llorando le suplicó que le permitiera quedarse. Se ofreció a
hacer el trabajo de su mamá y todo lo que él quisiera. Lazzar, que jamás la había visto, quedó encantado con aquella nínfula a punto de convertirse en mujer. La Fundación Arabia hizo las gestiones necesarias y la niña quedó bajo su tutoría. Jorge, quien era el Presidente de la Junta Directiva, apoyó a Lazzar en esta decisión y se convirtió en otro padre para ella.
La Fundación Arabia dispuso para Salomé una habitación en la sede donde funcionaba. Por las mañanas ella estudiaba en un colegio de monjas y, según lo pactado con Lazzar, debía estar entre las cinco mejores estudiantes del curso. El resto del día lo dedicaba a cuidar las instalaciones de la fundación.
Lazzar, como Humbert Humbert era muy celoso, razón por la que Salomé no tenía autorización para salir de noche, tener amigos, ni permitir el ingreso de nadie diferente a él, después de las seis de la tarde.
— Por esos días, Lazzar y yo nos enamoramos.
— ¿Y por qué no hicieron pública la relación?
— Porque no es bien visto que una menor de edad y su padrastro sean novios. No te enteraste de nada, porque las veces que venías de vacaciones Lazzar se las arreglaba para que nunca nos encontráramos. Íbamos tan en serio, que incluso me propuso matrimonio con varios años de anticipación, cuando yo cumpliera los dieciocho.
— ¿Cuándo cumpliste los dieciocho?
— Hace dos meses.
— ¿Y cómo era su relación de pareja?
— ¡Muy bella! —suspiró—. Los primeros años Lazzar vivía muy pendiente de mí: era celoso y me sobreprotegía. Teníamos problemas como cualquier pareja, pero ninguno de gravedad. Cuando me gradué del colegio, a los diecisiete, nuestra
relación cambió por completo, yo no quería seguir viéndolo a escondidas. Entonces Lazzar me ofreció trabajo en el hotel, moderó sus celos y por primera vez, yo tuve amigos. Adicionalmente abrimos una cuenta bancaria para irnos de luna de miel.
— Si lo que me dices es verdad, ¿por qué mi padre te corrió del trabajo?
— ¡Ahhh! —exclamó—. Tú papá nunca me despidió, yo renuncié por mi propia voluntad. Estaba convencida que si me alejaba, él me iba a extrañar y agilizaría nuestra boda. Sí, lo confieso, mi estrategia funcionó; después del suicidio de Jorge no había pasado siquiera una semana y Lazzar me fue a buscar para decirme que se sentía muy solo y quería que volviera al trabajo… Lo amaba y sufro en silencio su muerte.
Cuando pronunció lo anterior, sus ojos se humedecieron. Manuel se acercó y la abrazó tan fuerte que sintió las lagrimas de Salomé correr por sus propias mejillas. Entonces envidió por segunda vez a su papá, pues ella tenía lo que a su novia Satine le hacía falta: encanto.
— ¿Cómo habría sido a los trece? —se preguntó Manuel.
Ella se levantó del sofá y sirvió otro whisky. Después se quitó los zapatos y observando uno de los cuadros que prendían de la pared, se acostó sobre la cama. En el espejo del techo imitó la posición y los gestos de la nínfula de la pintura. Manuel bebía grandes tragos de whisky.
— ¿Cuál de las dos luce más provocativa? —preguntó, señalando a la rubia del cuadro.
El joven Arabia se quitó la chaqueta de paño, se aflojó el cuello de la camisa, corriéndose el nudo de la corbata y se arrodilló junto a ella. Salomé se llevó su dedo índice a los labios y le indicó que no dijera nada. Manuel dejó en el suelo el vaso de whisky e intentó besarla, pero ella movió hacia un lado su cabeza y simulando ver su reloj exclamó:
— ¡Se hizo tarde!
Manuel, que parecía estar en medio de un sueño, volvió a la realidad. Se levantó, prendió un cigarrillo y se subió al carro, ella hizo lo propio. De camino al hotel, ninguno pronunció palabra. La noche estaba fría y pronto caería un aguacero.
— Te espero mañana a las seis de la tarde: quiero llevarte a un lugar muy especial —dijo Salomé dando un beso en la mejilla a su acompañante.
— Olvidé agradecerte por haberme regalado aquella rosa en la reunión. La colgué del tallo para que se petrifique y conserve su aroma.

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).