A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Noche

El joven Arabia tomó un baño en casa de su tía Esther. Después le pidió a ella que le narrara todos los hechos desde que fue llevada por envenenamiento a la “Clínica el Remanso”. Esther, hablando con dificultad, porque tenía la mitad de su rostro paralizado, señaló:
— Si hubiera pasado más tiempo sin atención médica, probablemente yo habría muerto.
— ¿Pero cómo te diste cuenta de que habías sido envenenada?
— Tenía un fuerte dolor en el pecho y en el estómago. Cuando fui a la clínica los médicos me diagnosticaron pancreatitis. Con el correr de las horas yo me sentía peor y empecé a brotarme, entonces ellos concluyeron que había sido envenenada.
— ¿Y el veneno te lo suministraron en alguna comida?
— Sí, pero es casi imposible establecer dónde la ingerí. Según ellos, la sustancia utilizada hizo aparecer los primeros síntomas muchos días después.
— Cuando me enteré de lo ocurrido estuve averiguando y encontré que ese tipo de sustancias eran usadas por el servicio secreto de la antigua Unión Soviética y por algunos brujos de la amazonía. ¿Lo que no entiendo es a quién le pudo interesar asesinarte?
— Eso es precisamente lo que la policía está investigando. Por lo pronto, hijo, si no salimos ya, llegaremos tarde a la lectura del testamento. Si lo prefieres, vamos en el carro de tu papá que está en el garaje. Las llaves las tengo en el cajón de la mesa de noche.
Manuel condujo aquel Mercedes Benz hasta el Hotel Arabia: una verdadera joya de la arquitectura religiosa. El hotel, de techos altos y grandes ventanales, se encontraba ubicado en el centro histórico de la ciudad, cerca de los museos, iglesias
y sitios de mayor interés. Cuando llegaron, uno de los porteros, al ver acercarse ese destello de plata, alas de gaviota, modelo 54, sintió que todo era una pesadilla de la que ya era tiempo de despertar. Siendo las 7:30, Manuel entregó las llaves del carro en el estacionamiento y encendió un cigarrillo.
Entró al hotel de la mano de su tía, quien cubría su rostro con una pañoleta. En el libro de visitantes ilustres se encontraban registrados casi todos los presidentes, artistas, escritores, diplomáticos e incluso miembros de la realeza que hasta la fecha habían viajado por esta región.
Los trabajadores del Hotel Arabia, aterrados por la mejoría de Esther y suponiendo que Manuel era el único heredero, les hicieron calle de honor y los condujeron a la sala de juntas, ubicada en el primer piso del convento que doscientos años atrás fue un monasterio franciscano. El hotel se encontraba dividido en dos claustros y en un lugar conocido como “El Bosque Encantado”.
En la sala de juntas los esperaban cuatro de los accionistas del hotel y el abogado de Lazzar. Manuel, sabiendo que cualquiera de ellos pudo tener motivos para asesinar a su papá, les dio un fuerte abrazo y, de acuerdo a las indicaciones del presidente de la Junta Directiva, tomó asiento en la cabecera de la mesa, lugar donde se sentaba Lazzar. A su izquierda, limpiando el lagrimeo constante de sus ojos, se sentó Esther. A Manuel no dejó de maravillarlo el lienzo de Simón Bolívar empuñando su espada y bañado de gloria, así como la lámpara de cristal de murano que prendía del techo y proyectaba una gama de colores verdosos y rojizos.
Según informó el Presidente de la Junta Directiva, en aquella reunión debía darse lectura al testamento y de manera provisional elegir un nuevo gerente para el Hotel Arabia. Mientras el presidente puso en consideración el orden del día, Manuel recordó una conversación que cuando niño escuchó entre algunos trabajadores. Uno de ellos, el vigilante, contaba que una noche, luego de terminar el turno de trabajo, estuvo celebrando su cumpleaños con una de las camareras. De repente,
oyó la risa de una joven. La risa se fue convirtiendo en carcajada y se oía cada vez más cerca. Creyendo que su amiga había regresado del baño salió a buscarla y en las escaleras en piedra de cantera que del claustro principal conducen a la segunda planta, se encontró a una joven de mirada tan intensa que traspasaba el velo blanco de su rostro. Sin pronunciar palabra la mujer continuó su camino. Él se apresuró a seguirla, pero ella, sin dejar de reírse, cada vez se alejaba y se iba haciendo más y más difusa. El vigilante no pudo explicar lo ocurrido después; sólo recordó el despertar en el antiguo cementerio franciscano, sobre la tumba de una mujer de nombre ilegible. Sus amigos aseguraron que se trataba de una monja de la Encarnación, a quien sus padres internaron en dicha orden de religiosas cuando se dieron cuenta de que ella tenía una espantosa enfermedad: su corazón dejaba de latir por varios minutos y luego continuaba su marcha. A pesar de esto, era la niña más alegre, hermosa y bendecida de todas. De esta historia, lo que más impresionó a Manuel, fue la tarde en que su papá le enseñó un documento en donde los cronistas de la época registraron que en uno de esos ataques de catalepsia la sepultaron viva.
Según informó el abogado, Lazzar Arabia Abdala hizo el testamento dos semanas antes de fallecer y nombró a Manuel como único heredero. Su último deseo era que todos los accionistas nombraran a su hijo como Gerente General del Hotel Arabia. Con las acciones que heredó de su papá y con las que para entonces ya tenía, Manuel se había convertido en el principal accionista. Una vez leído el testamento, se abordó el segundo punto del orden del día. Sin mayores preámbulos se dio humo blanco: con su aceptación y durante un periodo de prueba de seis meses, Manuel fue designado Gerente General.
Los fundadores del Hotel Arabia fueron los padres de Lazzar, de origen libanés. Llegaron a América del Sur huyendo de la primera guerra mundial. A Manuel le gustaba escuchar la historia de sus abuelos Abraham y Judith, quienes empezaron
vendiendo mercancías de puerta en puerta. Cuando su situación económica mejoró, abrieron un almacén de telas y paños importados. Años después compraron el hotel.
A pesar de que en consenso Manuel fue nombrado gerente, se sintió intranquilo por la actitud despectiva de Rafael Eduardo, el accionista que asumió la presidencia de la Junta Directiva después del suicidio de Jorge Ayerbe. Rafael fue incisivo en cuestionarlo sobre sus capacidades para guiar los destinos de tanta gente y hacer que los trabajadores y la ciudadanía en general recobraran la confianza en el hotel.
Al finalizar la reunión, Manuel subió a la segunda planta y
caminó por los pasillos hasta llegar a “El Café del Abad”. Extrañaba mucho a su prometida y aún no podía creer que su papá estuviera muerto. Entró por una gran puerta de cuartelones de cristal, encendió un cigarrillo, tomó asiento en la barra y se detuvo a observar cómo la barmaid preparaba un cóctel en aparente indiferencia. No había nadie más en el café-bar. Cuando el “caipiriña” estuvo listo, sin que Manuel lo pidiera, ella se lo entregó y le dijo:
— Sabía que vendría.
Manuel, que sólo iba por una copa y que no tenía idea de la existencia de aquella joven de ojos esmeralda y largas pestañas, sin dejar de observarla preguntó:
— ¿Acaso nos conocemos?
Salomé traía puesto el uniforme del Hotel Arabia: una falda corta de color gris ajustada a los dieciocho años de su cuerpo. Su blusa era blanca y tras aquel cabello castaño, rizado y abundante, insinuaba una bendecida naturaleza. De su cuello colgaba un medallón antiguo en forma de media luna. Mientras Manuel tomaba el “caipiriña”, ella lo miraba atenta, lo sabía por sus ojos de embrujo capaces de traspasar sus más bizantinos secretos.
— Donde quiera que Dios tenga en su gloria al doctor Lazzar, él debe estar sintiéndose muy orgulloso de usted —susurró Salomé encendiendo un cigarrillo.
Sus palabras lo desarmaron por completo. Manuel, intrigado, quiso preguntar con exactitud a qué se refería, pero en ese momento entró al café uno de los botones, quien le informó que la tía Esther lo estaba esperando.
— La buscaré —anunció Manuel—, tenemos muchas cosas de qué hablar...
Salomé extendió su mano izquierda en señal de despedida.
La frialdad de sus dedos y el recordar que el “caipiriña” era el cóctel predilecto de su papá, le arrancaron un suspiro. Manuel se alejó sin sonreír.

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).