A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Tarde

A petición de Manuel, la recepcionista le asignó la misma suite presidencial de su padre. La suite, auque no era la más grande del claustro, a su parecer era la más acogedora. En la sala de estar, en medio de sofás tapizados con estampados florales, se encontraba una mesa rectangular. Sobre ella reposaban unos cuantos libros. Justo enfrente de la sala quedaba un balcón con vista a la calle. El piso era de adoquines antiguos y, de acuerdo a una placa en mármol fijada en la pared, alguna vez fue de lingotes de plata. La habitación tenía una cama doble y dos mesas de noche que hacían juego con el armario castellano, además de un escritorio de estilo inglés.
Sobre él descansaba un candelabro de tres brazos. Las cortinas estaban confeccionadas con tela de tapicería y rematadas con flecos que hacían juego con los muebles de la sala, con la colcha y con las paredes cubiertas con papel de colgadura en un suave tono amarillo.
Diagonal al cuarto de baño resplandecía un baúl que en 1801 el Barón Alexander von Humboldt, dejó en su paso por la ciudad. En esta suite, a diferencia de las demás del claustro, no había ningún cuadro. Debido a la extraña manía de Lazzar de coleccionar todo tipo de objetos, en una de las paredes de la sala, frente al balcón, se encontraban exhibidas más de mil imágenes de fachadas de iglesias, construidas en diferentes materiales. Como la Catedral de Nuestra Señora de Paris, moldeada en una lámina de cobre, la iglesia de San Marcos, fabricada en cerámica, o el templo de Belén de aquella ciudad, tallada en guadua.
La suite continuaba tal como su papá la había dejado. Manuel entró en la tina y apenas sintió en su cuerpo el agua caliente se quedó dormido. Al despertar, miró a su alrededor como buscando a alguien, luego recordó que su novia Satine no estaba a su lado y cayó en la cuenta de que había estado soñando.
Manuel, pensando que le gustaría tener cerca a algún amigo para investigar el crimen de su papá, se puso un blue jeans, unos zapatos cómodos y una camisa de color azul. En el balcón, encendió un cigarrillo y mientras éste se consumía en sus dedos, se detuvo a observar a las personas que salían de trabajar y caminaban por la acera de enfrente. Cuando terminó de fumar abrió un paquete que medicina legal le entregó después del velorio. Ahí se encontraban todas las cosas que Lazzar llevaba el día de su muerte, como su billetera, el Rolex que Manuel le regaló en sus cincuenta años, la argolla de matrimonio con el nombre de su mamá escrito en el interior, un teléfono móvil y cuatro llaves, de las cuales tres estaban marcadas con una letra diminuta. La primera decía FUNDACIÓN, la segunda OFICINA, la tercera SUITE y la cuarta, inconfundible, era otro juego de llaves del carro.
Sin pensarlo dos veces, Manuel guardó en su bolsillo las llaves y el teléfono móvil. Se quitó el reloj que llevaba puesto, ajustó el cierre de seguridad del brazalete de acero y se puso el Rolex con bisel giratorio azul y rojo. Después tomó la argolla de matrimonio y se la llevó a los labios para darle un beso.
En la billetera encontró los papeles y tarjetas de crédito de su papá. También encontró doblado en cuatro partes un papel que decía:



Le pareció extraño que su papá conservara ese tipo de publicidad. Sintiéndose más tranquilo por haber dormido un rato y tomado un baño, salió de su habitación y se dirigió a la oficina de gerencia, en el primer piso. Antes de entrar, saludó a las secretarias y les pidió que sólo lo interrumpieran si tenían algo importante para informarle.
El piso era en madera y de los altos techos prendían lámparas, que remontaban al visitante al esplendor de la época republicana. Los muebles eran verdaderas antigüedades. En la entrada de la oficina había un reloj de cuerda, de origen alemán, que cada quince minutos tocaba una campanada y al completar la hora, hacía sonar el Ave María de Gounod.
Cuando abrió la puerta, un sentimiento de nostalgia lo sobrecogió por completo; por ese motivo entró muy rápido, para que las secretarias no lo vieran sollozar. Encendió las luces y sintiendo la presencia de su papá se acercó al bar y se sirvió
un vaso de whisky. Pensó que tarde o temprano ese lugar iba a ser suyo y caminó alrededor de la oficina. Frente a una mesa de juntas vio el mural que a lápiz, en la década del noventa, pasado de copas hizo Fernando Botero, uno de los grandes amigos de su papá. Con su particular estilo, Fernando bosquejó La Última Cena, de Leonardo Da Vinci. Lo que más llamaba la atención de la crítica especializada, era que Botero representó a Jesús con el mismo rostro de Judas Iscariote, y, parodiando la historia de Da Vinci, escogió a Pablo Escobar Gaviria, el peor criminal de la época para representarlos. Manuel recordó que Botero alguna vez se ofreció a terminar la obra, pero su padre prefirió dejarla como un magnífico arrebato de las musas.
Colgados de la pared, vio el hacha escocesa que compró junto a su papá y el sable Samurai que el embajador del Japón le regaló a Lazzar en señal de agradecimiento, por facilitarle las instalaciones del hotel para realizar el Primer Encuentro Latinoamericano de la Colonia Japonesa. Junto a la puerta, en una vitrina de cristales biselados estilo Luis XV, encontró documentos acerca del que fue monasterio de los franciscanos, así como los planos originales con que fueron construidos la iglesia y el convento.
En esas actividades se encontraba cuando sonó el teléfono, era una de las secretarias. Llamaba para informarle que tenía en su poder los documentos que en horas de la mañana él les solicitó a las áreas Financiera y de Recursos Humanos. Manuel la hizo pasar. Como flotando sobre el piso, Blanca los puso en el escritorio, junto a la correspondencia recibida.
De acuerdo a los informes aunque no había pérdidas económicas, la situación financiera del hotel era mala. Las estadísticas arrojaban que desde la gran crisis cafetera, cinco años atrás, en el primer trimestre del año no se registraban utilidades tan bajas y una tasa de ocupación tan lamentable. Manuel, sabiendo que para el Hotel Arabia los primeros meses no eran los ideales, quiso conocer el porqué de esta situación, pero no encontró ningún análisis al respecto. Le sorprendió que su papá no hubiese pegado un grito en el cielo y ordenado mayores estudios. A medida que iba leyendo los documentos, comprendió que la situación estaba más grave de lo que inicialmente pensó, pues tampoco tenía información confiable para tomar decisiones, y, más aún, a tres días de la temporada más importante para ese hotel: La Semana Santa, período en el que podría recuperar las finanzas del hotel y mostrar sus habilidades como gerente.
Cuando revisó la correspondencia recibida, encontró que desde antes de ser envenenada Esther, no había sido leída ni contestada ninguna carta. Le pareció muy extraño: desde niño su papá siempre le inculcó que por insignificantes que fueran, todas las comunicaciones debían ser contestadas a la mayor brevedad. En ese momento recordó la conversación con el conserje e hizo llamar a Henri, el Jefe Administrativo.
De los directivos del hotel, Henri era el más joven. Era alto, de contextura gruesa, y el cabello le caía sobre los hombros. Su nariz era recta y lucía desproporcionada con respecto al tamaño de su rostro. Economista de profesión y, de acuerdo a
la opinión de Lazzar, muy inteligente, aunque al parecer de Manuel, un poco nervioso. A los pocos minutos de haberlo llamado, Henri entró a la oficina con una expresión de sorpresa mirando por encima de sus gafas.
— Esta mañana fui a buscar la guillotina en la que asesinaron a mi papá, pero no la encontré, ¿usted me puede dar información sobre ella? —preguntó Manuel sin mayores preámbulos.
— Con gusto —contestó Henri atropellando las palabras—. Cuando ocurrió el crimen la hice sacar del hotel, obedeciendo las disposiciones del presidente de la Junta Directiva.
— ¿Cómo así? ¿Acaso después del asesinato se realizó una sesión de Junta Directiva?
— No, pero ese mismo día vino a buscarme Rafael Eduardo y me pidió retirarla del museo.
— ¿Y dónde está la guillotina?
— En una de las bodegas, en las afueras de la ciudad.
Manuel recordó que su papá hizo construir dos bodegas para comprar de manera anticipada y en grandes volúmenes, los insumos necesarios para el funcionamiento del Hotel Arabia y así obtener importantes descuentos. Después de escuchar lo anterior, Manuel encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Henri. Luego, sin entender por qué el detective Valdivieso no tenía en su poder la guillotina, en un tono de voz pausado le pidió narrar cómo fue el suicidio de Jorge Ayerbe, el anterior presidente de la Junta Directiva. Él le dijo que Jorge murió una tarde en que hacía tempestad, en el intermedio de una reunión. Como era su costumbre, mientras terminaba el receso, ordenó subirle una taza de café a la terraza. De repente se escuchó un trueno y desde el primer piso uno de los porteros lo vio caer. De acuerdo a las declaraciones dadas por el mesero que le subió el café; en aquel sitio no había nadie más.
Cuando terminó de escuchar la historia, Manuel permaneció varios segundos en silencio, luego preguntó al Jefe Administrativo:
— ¿Y usted sabe por qué mi papá decidió adelantar la inauguración del museo, si estaba planeada entre las actividades de la Semana Santa?
— Porque sabía que antes de esta temporada el hotel estaría vacío y un evento como ese atraería a muchos huéspedes.
— ¡Eso es cierto!
— Manuel, sí me necesita para algo no dude en llamarme.
— Lo tendré en cuenta —manifestó el joven Arabia, estrechándole la mano—Una pregunta más: ¿A usted quién se le ocurre que pudo tener motivos para asesinar a mi padre?
— Tanto como motivos… no sé. Éste es uno de esos complicados casos en donde cualquiera pudo cometer el crimen. Lo digo porque esa noche había muchos huéspedes.
— Disculpe la indiscreción, cuando sucedió el asesinato ¿usted qué se encontraba haciendo?
Henri frunció el ceño y se llevó su mano izquierda a la barbilla, donde la tuvo por espacio de varios segundos.
— Me encontraba en mi oficina —respondió.
Manuel, pensando que la anterior respuesta no era más que un subterfugio, lo acompañó hasta la puerta, recordando la noche en que Jorge murió. Él estaba cenando, cuando su papá lo llamó al apartamento y agitado le contó lo sucedido. A
Manuel le pareció que además del suicidio, algo extraño ocurría, pues Lazzar le dijo que tenían muchas cosas de qué hablar, pero no quiso adelantarle nada por teléfono. Asimismo se opuso a que Manuel regresara al país para asistir al entierro
de Jorge y visitar a Esther en el hospital.
El resto de la tarde, Manuel lo dedicó a estudiar los documentos que le hizo llegar el Área de Recursos Humanos. Entre ellos se encontraban los datos más importantes de cada uno de los trabajadores del hotel. De acuerdo a sus responsabilidades, cargos y funciones, Manuel deseaba conocerlos más a fondo: entre ellos podían estar los asesinos. Contando meseros, costureras, recepcionistas, camareras, secretarias, porteros, vigilantes, telefonistas, chef, choferes, cocineros, ama de llaves y personal de aseo, en el hotel trabajaban 85 empleados.
Después contestó algunas de las cartas y solicitudes más importantes, entre ellas una enviada por Rafael Eduardo, en la que increpaba a Lazzar por el elevado costo de los instrumentos del museo que funcionaría en “El Salón Permanente de Exposiciones”.
No era tiempo de continuar en su oficina. Si quería respuestas debía levantarse del asiento e involucrarse de manera personal en todos los aspectos del hotel. En ese orden de ideas solicitó a una de sus secretarias convocar para el día siguiente a todos los empleados a un desayuno de trabajo. De igual modo le preguntó el número telefónico de la viuda de Jorge. Si tenía enemigos, ya era hora de conocerlos.

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).