A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Noche

Eran las once de la noche. Manuel pensó que entre todas las personas que se habían acercado a saludarlo, debían estar los asesinos. Manuel era un hombre que rara vez pasaba inadvertido, no sólo por ser un Arabia Vallejo, familia muy querida y respetada en la región, sino porque sus 1.87 metros de estatura y su aspecto, lo hacían una persona que infundía respeto.
Adicionalmente, sus rasgos bruscos, nariz recta y complexión física similar a la de su papá, encantaba a las mujeres. Para atraer el sueño intentó leer algo, pero de aquella, en otra época memorable biblioteca de Lazzar, sólo quedaban trece tomos de libros, distribuidos en ocho obras. Uno de Narraciones Extraordinarias, de Edgar Allan Poe; otro de Coplas Sefardíes, de diferentes autores; dos de Don Quijote de la Mancha; tres de La Comedia, de Dante Alighieri; dos de Las mil y una noches, las Aventuras de Sherlock Holmes, de Sir Arthur Conan Doyle; Cien años de Soledad, autografiado por el autor; y dos incunables de La Sagrada Biblia impresa por Gutenberg.
En los jardines de Parisad su papá le despertó la capacidad de maravillarse. Hacia la luz navegó junto a Caronte, el balsero; se sintió intimidado por los razonamientos de Sherlock y Monsieur Dupin, nombró a su escudero como gobernador de la Ínsula de Bariataria, se indignó con la cabeza del Bautista; vibró con la hipersensibilidad de Roderick Usher y, al recitar coplas sefardíes fue víctima de la peste del insomnio.
Luego de recordar algunas de sus lecturas, buscando pistas sobre la muerte de su papá, abrió uno de los cajones del escritorio y encontró una bolsa de papel regalo y una tarjeta que decía:

DE: tu papá que tanto te quiere.
PARA: Manuel Arabia Vallejo


Sorprendido por su hallazgo soltó el nudo de la bolsa y encontró en ella una novela que hasta la fecha no había leído: Lolita, de Vladimir Nabokov. No le pareció extraño que su papá le fuese a regalar un libro, siempre fue muy detallista y no necesitaba de fechas especiales para hacer un regalo. Lo que llamó su atención fue hallar en medio del libro una carta fechada dos meses atrás, la que contrario a su costumbre no estaba escrita en “ladino”: aquel castellano antiguo que como la mayor de las riquezas Lazzar aprendió de su padre y le compartió a Manuel. La carta decía:

Querido hijo:
Te parecerá extraño recibir esta carta y no una llamada o un correo electrónico. Desde hace algunos meses he deseado contarte algo, pero sólo hasta el día de hoy tuve el valor de dirigirme a mi único hijo, al que tanto quiero. Aunque la distancia nos mantenga alejados, quiero que conozcas la promesa que le hice a tu madre el día de tu nacimiento. Ella, sabiendo que al darte a luz su vida corría peligro, me hizo jurar que si algo llegaba a sucederle te protegería por encima de todas las cosas: te daría un hogar estable, mucho amor, estudios y alegrías que hicieran de ti un hombre de bien, capaz de aportarle a la sociedad y de ser feliz. En la angustiosa
agonía de una vida que llegaba y otra que se iba, Alejandra también me hizo prometer que si encontraba una mujer que me hiciera sentir cosas bellas y que estuviese dispuesta a estar conmigo el resto de la vida, la aceptara y luchara por ella. La vida, hijo mío, es un ir y venir. Dios todopoderoso llamó a tu madre y tú eres mi mayor orgullo. Quiero que sepas que una mujer maravillosa y de gran corazón llegó a mi vida. Es alguien que me quiere mucho, su lealtad y sobre todo, su mirada me lo dicen...
Espero que al conocerla bendigas la relación.
Te ama,
Lazzar Arabia Abdala


El joven Arabia, confundido, salió a tomar aire fresco. Fabricio, el Capitán de los meseros, que alguna vez fue su chofer, salía del bar justo cuando él entraba. Manuel lo saludó con efusividad y le pidió que lo acompañara a tomarse un trago al restaurante.
— ¿Alguna vez viste a mi padre con una mujer? —preguntó Manuel observándolo a los ojos.
Fabricio, que no se esperaba esa pregunta contestó:
— El doctor Lazzar siempre estaba rodeado de mucha gente, pero jamás lo vi en nada comprometedor. Aunque pensándolo mejor, desde diciembre para acá, él empezó a actuar muy extraño, como si algo le preocupara.
— ¿Cómo así extraño?
— Bueno, su comportamiento cambió en cosas tan simples como en su modo de actuar o de vestir. Se veía cansado y contrario a su costumbre, muy poco se preocupaba por su aspecto.
Manuel terminó su trago y pidió otro de los mismos. Se despidió de Fabricio y tomándose el whisky se dirigió a la habitación.
A las dos de la mañana, aún sin poder dormir, encendió las velas del candelabro de tres grandes brazos que se encontraba sobre el escritorio, y, cigarrillo tras cigarrillo, releyó una y mil veces la carta de su papá hasta que lo venció el sueño.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).