A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Noche

— Te ves muy guapa —dijo Manuel cuando entró a “El Café del Abad”. Salomé escribía en el computador y traía puesta una falda negra, un poco más arriba de las rodillas y una blusa del mismo color, en la que sobresalía el medallón antiguo. Sobre sus hombros prendía una pañoleta de seda, de colores fuertes. Su aroma era de jazmín.
— Y tú no te quedas atrás —murmuró ella, haciéndole un gesto con su mano para que la esperara un momento.
El joven Arabia, queriendo saber qué hacía Salomé en el computador entró a la barra. Ella se apresuró a cerrar su correo electrónico. Luego se levantó y le dio un beso en la mejilla.
— ¿Ya terminaste? —la interrogó Manuel, dándose cuenta que no había enviado ningún correo electrónico.
— ¡Sí!, le escribí a una amiga que está de vacaciones. Ven te muestro… precisamente a ella —dijo señalando a la joven que junto a un indígena y a ella, se encontraba en la fotografía del protector de pantallas—. Se llama Juana y nació en el Valle del Sibundoy. Él es su papá y es el chamán de su comunidad.
— ¿Y cuándo estuviste por allá?
— El pasado junio. Fue increíble —agregó—, con decirte que hasta probé yagé.
— ¡Yagé! ¿Y qué es eso?
— Es una planta sagrada que guía a los seres humanos a través de mundos espirituales. Se le atribuye poderes curativos y es usada por los chamanes para descubrir secretos.
— ¡Qué interesante! Ya tendrás tiempo de contarme. Disculpa que te cambie el tema, pero… ¿a dónde iremos será necesario llevar el carro?
— ¡No, por el contrario, es conveniente ir caminando!
Diez minutos tardaron en llegar al Parque Caldas, nombre dado a la plaza central de la ciudad. En el camino, Manuel le preguntó a su acompañante:
— ¿Por qué habrá tanta gente en las calles, si aún faltan dos horas para iniciar la procesión?
— ¡Cómo se nota que no has leído los diarios! Esta noche habrá un evento al que a Lazzar le hubiese encantado asistir: las campanas de las iglesias del sector histórico repicarán en un sólo concierto.
— ¡Tienes razón, ahora recuerdo el “Concierto de Campanas”! Mi papá era uno de los más entusiasmados con la idea.
— Tu papá decía que por ser éste un evento al aire libre, habría tantos conciertos como oyentes —suspiró Salomé.
— ¿Y en dónde nos ubicaremos?
— Te doy tres opciones: la primera es quedarse en este sitio. El concierto está próximo a empezar y las bancas del parque se encuentran ocupadas. La segunda es tomar un taxi al Morro, en donde tendremos una excelente acústica. —Dijo señalando un cerro, cerca de los “Quingos de Belén”—. Y, la tercera, por la que yo me inclino, es caminar por las calles escuchando los diferentes campanarios.
Manuel optó por la tercera opción: el concierto estaba empezando y más que escuchar las campanas, algunas del siglo XVII, declaradas como bienes de interés cultural, deseaba conocer la reacción de las personas a su alrededor ante semejante
espectáculo.
A las siete y cuarto de la noche, las primeras notas del concierto repicaron en la Catedral Primada, junto a la Torre del Reloj, acompañadas de luces y juegos artificiales. A lo lejos se oía el grave y pausado tañer de la gigantesca campana de 3.3 toneladas y cuatro arrobas de oro puro, de la iglesia de San Francisco. La ciudad entera se había convertido en una sala de concierto. Entre olores a incienso y cientos de miradas, Manuel y Salomé salieron a caminar. Los acordes interpretados por los campaneros y músicos del conservatorio, vestidos de frac, ponían a vibrar las entrañas de Salomé y hacían eco en la ciudad vieja.
En medio de la multitud caminaron junto a la iglesia de la Encarnación. Como por arte de encantamiento del cielo llovieron girasoles. Salomé recogió del piso uno pequeño y con sus manos le cortó el tallo, y lo puso en el bolsillo del traje de Manuel. Él la tomó de las manos y la miró directo a los ojos. Salomé dio un paso adelante, se soltó las manos y con ellas empezó a juguetear en el pecho de Manuel.
Un disparo de artillería proveniente de la iglesia de Santo Domingo, lo hizo recordar que Salomé fue la mujer de su papá. Del templo de El Carmen, en la siguiente cuadra, con agudos campanazos contestaban la osadía de los cañones.
Los pirotécnicos de la iglesia de Belén que embellecían la cruz de piedra y su eterna maldición, jugueteaban con las luces de bengala y con las notas de los cornos y trompetas provenientes de las iglesias de San Agustín y San José.
— ¡Ya es hora de regresar al hotel! —dijo Manuel cuando terminó el concierto.
— ¿Y por qué no vemos la procesión que empieza en quince minutos?
— ¡No, estoy cansado! Además, la policía se puede molestar si se entera que salí del hotel sin escoltas. Hoy no les hice caso, pero hasta que no se resuelva el crimen de mi papá, tendré que ser más precavido.
— Tienes razón, pero acompáñame hasta mi casa.
La casona en donde operaba la Fundación Arabia, quedaba a menos de una cuadra del Parque Caldas. Su fachada era como la de todas las casas del centro: un color fantasmal en las paredes de adobe y ladrillo, grandes ventanales que transpiraban serenatas, una puerta de madera, dos pesados aldabones en forma de león, pertenecientes al antiguo hospital de la ciudad y un farolito negro, de luz amarilla.
Cuando llegaron a la fundación, Salomé tomó a Manuel de la mano y lo invitó a entrar. Sobre la mesa de la sala había un florero con rosas amarillas y negras.
— ¿Dónde conseguiste las flores? ¡Se verían increíbles en el restaurante del hotel! —comentó Manuel.
— Yo misma las cultivo. En el patio tengo flores de todos los tamaños y colores: blancas, rosas, amarillas rojas y negras. Estas últimas son las más bellas de todas, son una variedad de las selvas del Putumayo. Mi amiga Juana me las trajo de
allá y me explicó cómo sembrarlas, ¿quieres verlas?
— Será mejor de día. Oye, ¿y esta foto del portarretratos cuándo la tomaron?
— Hace como tres meses. En enero, cuando celebramos los diez años de la Fundación Arabia. Ese día organizamos un almuerzo con niños de la calle. Mira, el pequeño que tiene cargado tu tía Esther, tiene cáncer en el estómago, pero gracias
a la quimioterapia, ya se encuentra mejor.
— ¡Quién se iba a imaginar que tres meses después de tomada esta fotografía todo iba a ser tan distinto! Mi papá y Jorge, que se ven tan sonrientes, ya no están vivos, y mi tía estuvo al borde de la muerte. ¡Y aún no se sabe nada de los asesinos!
— ¡Ten paciencia, Manuel, que ante los ojos de Dios no hay secretos!
— Salomé, ¿quién crees tú que pudo asesinar a mi papá?
—No estoy segura, pero algo me indica que Américo Meneses Frías tiene que ver en esto. Ven, vamos a mi cuarto, allá hablaremos con más calma y podremos escuchar el Bolero de Ravel interpretado por la Filarmónica de Londres. ¡Sé que te gustará!
— Sólo Dios sabe lo que deseo acompañarte, pero estoy cansado y tengo que madrugar...
Al escuchar esta respuesta, Salomé lo tomó de las manos y colocando su oreja en el corazón de Manuel, con voz de niña mimada le dijo:
— ¡Quédate conmigo! Hace frío y el concierto me trajo recuerdos de tu padre.
— ¿Y no tienes alguna mascota que te acompañe? —preguntó Manuel, en son de broma, esforzándose por resistir aquellos cantos de sirena.
— No —respondió ella visiblemente molesta por el comentario —, aunque estuve leyendo en una página electrónica que de acuerdo al tipo de mascota y a su nombre, así mismo eran sus dueños en la cama. ¿Alguna vez has tenido una mascota?
— ¡Sí, alguna vez tuve un loro y le pusimos Colibrí! —dijo riendo por el ingenio de Salomé para sacarle las contraseñas de la cuenta bancaria.
— ¿Y por qué le pusieron ese nombre?
— Fue en honor a un Tigre de Bengala, que mis abuelos le obsequiaron a mi papá cuando niño. Pero dime: ¿cómo crees que soy en la cama?
— ¡Hmm, Tigre, no estoy segura! Pero te mataría si fueras tan ruidoso y parlanchín como un loro. ¡Eso será mejor comprobarlo! —dijo mientras sus ojos centelleaban.
El joven Arabia, le agradeció por la invitación y con un beso en la mejilla se despidió de ella. Salomé lo acompañó a la puerta y le dijo que si aquella era su voluntad, no podría retenerlo.
— Disculpa mi impertinencia —comentó Manuel encendiendo un cigarrillo—, ¿en dónde conseguiste ese medallón? Lo digo porque mi tía colecciona camafeos y todo tipo de prendedores… Como amuleto para la buena suerte, el Viernes Santo que presentará su libro, quisiera regalarle uno similar.
— Este medallón —dijo sosteniéndolo entre sus manos—, me lo trajo tu padre de uno de sus viajes por Europa.

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).