A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Viernes antes de Semana Santa - Mañana

Corceles tirando carrozas, promesas, tiniebla, luto, tierras lejanas, esquina del tiempo. Adoquines, cal, laureles, cadenas, bendiciones, sueño, luz y muerte. Mientras el sol tímidamente resplandecía en “El valle de los Alacranes”, en los sillones tallados en mármol ubicados frente a la escultura de tres escorpiones que Lazzar trajo del medio oriente, Manuel se sentó junto al conserje a contemplar el gran sueño de su abuelo y de su papá: el hotel al que le entregaron su vida. Desde allí se divisaba el viejo cementerio de los franciscanos, lugar sagrado en donde se daba cristiana sepultura a los frailes que no ocupaban posiciones importantes. Los otros eran enterrados detrás del Altar Mayor de la iglesia de San Francisco. A un lado del cementerio, simulando ser una tumba, había unas escaleras descendentes que conducían a uno de los túneles construidos en la Colonia y que cumplían la función de resguardar los tesoros y preservar en las batallas la vida de los ancianos, mujeres y niños. Dichos túneles, que comunicaban conventos con iglesias y monasterios, fueron sellados luego que varios buscadores de tesoros fallecieron por asfixia.
Pedro era un anciano, que gran parte de su vida trabajó como agricultor. Estaba muy triste por la muerte de Lazzar, ya que a pesar de su edad, le dio trabajo en el hotel. En voz alta, como para que Pedro lo escuchara, Manuel recordó el día en que la escultura de los alacranes fue fijada en el centro del patio. Los guayacanes sembrados alrededor tapizaban el suelo de flores amarillas y rosas. Todo marchaba bien hasta que el cura ofreció una oración por la llegada de la obra de arte. Cuando se encontraba sobre el pedestal de la escultura y se disponía a rosearla con agua bendita, el cura resbaló y la ponzoña del alacrán que estaba siendo devorado por los otros dos, atravesó por completo su tórax.
Para los habitantes de la ciudad esos alacranes personificaban el mal, mientras que para los turistas eran un motivo más para visitar el hotel. Manuel se levantó de su silla y junto al conserje regresó al claustro, tomando el sendero rodeado de majestuosos cedros, araucarias y guayacanes, que atravesaba “El Bosque Encantado”. La inauguración de “El Museo de la Tortura y la Pena Capital”, luego del asesinato de Lazzar fue cancelada.
— Don Pedro, lo hice llamar para pedirle que me abra la puerta del museo —dijo Manuel encendiendo un cigarrillo. El conserje sacó de su bolsillo un manojo de llaves, y, esforzándose por reconocerlas, tomó dos de ellas y las introdujo en el aldabón de la gran puerta de madera de “El Salón Permanente de Exposiciones”. Manuel entró, encendió las luces y se detuvo a observar las jaulas colgantes, la guillotina, las representaciones de verdugos empuñando hachas, las ruedas de despedazar, los grilletes, las ilustraciones y grabados de brujas siendo castigadas por el Santo Oficio.
— ¿En esa guillotina ocurrió el crimen? —preguntó Manuel con naturalidad.
— No, doctor, en otra. Cuando la policía examinó el salón, el doctor Henri me ordenó subirla en un camión. También me pidió que no le abriera la puerta a nadie, ni a la policía siquiera. Se la abrí a usted, sólo por ser usted.
— ¡Hace muy bien, don Pedro! —exclamó Manuel— ¿Y usted sabe a dónde hizo llevar el Jefe Administrativo esa guillotina?
— Fíjese que no me di cuenta.
Luego, Manuel, de manera brusca cambió el tema:
— Don Pedro, ¿qué se hizo el muchacho que hace unos meses amenazó a mi papá porque lo corrió del trabajo?
— Lo han visto por los alrededores del hotel. Pero que yo sepa, no se ha atrevido a entrar.
— Hágame un favor, si lo ve rondando por ahí, tráigamelo por las buenas o por las malas. Usted entiende de qué le hablo ¿cierto?
— Claro que sí, doctor. ¡Ya mismo doy esa orden!
— ¿Y a usted quién se le ocurre que pudo asesinar a mi papá?
— ¡Muy fácil! —afirmó el conserje, pasando su tosca mano por su cabeza y mirando hacia el piso—. Yo sé quién fue, pero no le había dicho nada, porque me imagine que al igual que el inspector de la policía usted tampoco me creería.
— Don Pedro, cuénteme tranquilo —dijo Manuel, tratando de guardar la compostura.
— Fue la guámbita que ronda los pasillos. La que atraviesa paredes y se lo lleva a uno para el cementerio, por allá cerca de ese túnel. ¡Y por éstos días sí que anda alborotada!
— ¿Y usted qué estaba haciendo cuando mataron a mi papá?
— Regaba unas flores en el jardín…
— Muchas gracias don Pedro. Cualquier cosa que sepa, no deje de comunicármela. Ahora, por favor, déjeme solo. Manuel encendió otro cigarrillo y mirando con tristeza a su alrededor, reflexionó que a pesar de haber estado gran parte de su vida siguiendo las actuaciones de su papá, no conocía nada acerca del funcionamiento del hotel y lo poco que sabía lo aprendió en la niñez. En ese entonces, él era tan apegado a Lazzar y éste, tan complaciente, que a varias negociaciones importantes asistió en calidad de “asesor” y de vez en cuando, como si todo fuera un juego de monopolio, emitía sus puntos de vista.
Si al cabo de seis meses quería mostrar resultados, aunque sonara obvio, tendría que tomar decisiones. En ellas debía primar el interés colectivo sobre el particular. Al que no le pareciera, sencillo, tendría que marcharse. A su lado debía estar sólo quien quisiera hacerlo y estuviese capacitado para ello. No estaba dispuesto a sacrificar el gran sueño de su abuelo y de su papá.
Aquella mañana entendió que como gerente la primera decisión que debía tomar, era vivir en el hotel, con la intención de administrarlo mejor y de ayudar al agente Valdivieso a investigar el asesinato. Le daba tristeza dejar sola a su tía, pero sabía que de momento era lo mejor que podía hacer. Entonces apagó las luces y ajustó con seguro la puerta del salón, ubicado en el segundo claustro. En este sitio, alrededor de varias alcobas y de “El Salón Permanente de Exposiciones”, donde antes de instalar “El Museo de la Tortura y la Pena Capital” había una muestra itinerante de algunas obras del maestro Edgar Negret, estaba “El Patio del Baño Antiguo”. Se llamaba de esta manera porque ahí, junto a un pequeño bar y a una piscina con calefacción, había una antiquísima chorrera. Cuando construyeron la piscina, el abuelo de Manuel la hizo habilitar para que por medio de la boca de un pez en piedra, saliera agua y sirviera de ducha. Manuel caminó por los pasillos, hasta el primer claustro, en donde estaban ubicados la recepción, la sala de espera, el restaurante, el casino, el bar y las oficinas. También “El Patio de los Espejismos”, llamado así porque brotaba un oasis en medio de cactus, arena y palmeras. En la recepción, le dejó al conserje las llaves del museo y caminó hacia el parqueadero. Subió al carro y condujo hasta la casa de su tía, donde recogió su equipaje.

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).