A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Jueves antes de Semana Santa - Tarde

Terminada la eucaristía, el ataúd con los restos de Lazzar Arabia Abdala fue conducido hasta el camposanto “Los Huertos”.
Ahí, en medio de himnos, flores y demostraciones de afecto, lo sepultaron ante la mirada atenta de familiares, amigos y curiosos. Minutos después, Manuel Arabia fue abordado por un hombre de estatura mediana. Según observó, tenía la cabeza más grande de lo normal. Llevaba entre los dientes una pipa curva, que de tanto fumar, había decolorado su barba.
— ¡Acompañándolo en su dolor! Soy el agente Valdivieso y tengo a cargo el caso de su papá.
— Mucho gusto —respondió Manuel, estrechándole la mano—. ¿Y ya agarraron a los asesinos?
— Vaya despacio, joven. Estamos en eso.
Manuel le solicitó información sobre el asesinato de su papá.
Según el detective, Lazzar revisaba que todo estuviera en orden para la inauguración de “El Museo de la Tortura y la Pena Capital”, cuando lo golpearon por la espalda con un martillo y lo arrastraron hasta la guillotina. El martillo fue tomado de la caja de herramientas del conserje, que había estado trabajando ahí durante la mañana. Mientras Valdivieso relataba los hechos, Manuel recordó el momento en que acompañó a su papá a comprar el primer objeto del museo: un hacha del siglo XIV, que tenía grabado el escudo de armas de una familia escocesa. De ahí en adelante, él siguió recolectando este tipo de objetos en diferentes anticuarios del mundo. La noche de la inauguración se presentarían simulacros de ejecuciones con la ayuda de señuelos fabricados en tela.
— De inmediato sucedió el crimen, ordené hacer un estudio dactilar al salón —complementó Valdivieso alisándose la barba—. Las únicas huellas recientes encontradas fueron de su papá y del conserje. Esto arroja tres hipótesis: la primera,
que en el momento de cometer el crimen el asesino o los asesinos usaban guantes; la segunda, que tuvieron tiempo de sobra para borrar su rastro y la última, que el asesino es el conserje.
— ¿Y qué hallaron en la autopsia?
— Una alta dosis de cafeína y de una sustancia llamada “Metilfenidato”, que al parecer Lazzar empleaba para mantenerse despierto. La pregunta que me surge es —continúo Valdivieso—, si la inauguración del museo estaba casi lista, ¿por qué motivos su papá estaría evitando dormir?
— ¿Y ya interrogaron al conserje?
— Por supuesto, es el principal sospechoso. No sólo porque el martillo le pertenecía, sino, también, porque no tiene coartada.
Manuel permaneció unos segundos pensativo, luego preguntó: — Señor agente, ¿qué relación encuentra usted entre el envenenamiento de mi tía Esther, el suicidio de Jorge y el crimen de mi papá?
— Vea joven, le repito: ¡Tenga paciencia! Estamos haciendo lo humanamente posible…
— ¡Pues si es del caso —enfatizó Manuel subiendo el tono de voz—, hagan un pacto con el diablo, pero que este crimen no quede impune!
Luego, Valdivieso contó al joven Arabia que Marcela, la empleada que encontró el cuerpo de Lazzar, declaró haber escuchado gritos en la escena del crimen. Ella se dirigía a la cocina, porque a las cuatro y treinta había acordado reunirse con el chef. Marcela declaró que iba cinco minutos tarde cuando escuchó un golpe fuerte y seco. Inmediatamente después oyó dos gritos. Las puertas del museo estaban abiertas y la cabeza de Lazzar yacía a un lado de la guillotina. Por cuestión de segundos la cocinera se desmayó. Al recobrar el sentido pidió ayuda, pero como nadie fue a auxiliarla corrió a la recepción.
— Cuando se dio cuenta de que los asesinos escaparon — afirmó Valdivieso carraspeando para aclarar la voz—, la cocinera sufrió un ataque de histeria y se hizo necesario internarla en una clínica de reposo.
— ¿Y cómo fueron los gritos?
— Según ella, muy leves y eran dos voces distintas a la de Lazzar.
Manuel le pidió a Valdivieso que cualquier información al respecto se la hiciera conocer. En seguida se despidió, encendió un cigarrillo y buscó un teléfono público para llamar a su novia a Paris. Agobiado por la tristeza le dijo que mientras no tuviera mayor información sobre el asesinato, lo mejor sería comunicarse sólo cuando él la llamase: era probable que las líneas telefónicas estuvieran intervenidas. A regañadientes Satine aceptó, rogándole que tuviera mucho cuidado y que, contrario a su costumbre, tratara de no meterse en problemas.

1 comentario:

Carlos Puerto García dijo...

Con solo leer unas pocas lineas se siente agradable y ameno como cuando fluye el agua en una quebrada que no esta muy inclinada.

Acerca del autor

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).