A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.

Tarde

Después de acompañar a Valdivieso hasta la puerta, Manuel almorzó en el restaurante. Luego subió a la suite y tomó una siesta. Al levantarse fue a la oficina y se dedicó a evaluar los resultados de la reunión con los trabajadores. Buscando una hoja en blanco, en un cajón encontró uno de los primeros teléfonos móvil que tuvo su papá, así como el cargador. Era un Sony Ericsson de los grandes, al que se le había borrado los números del teclado. Aunque tenía el teléfono móvil usado por Lazzar, conectó el viejo teléfono al tomacorriente. Cuando sonó el Ave María de las cinco, salió del hotel con la intención de despejar su mente y vivir uno más de aquellos atardeceres que siendo niño disfrutó tantas veces. Para el joven Arabia, era una circunstancia maravillosa recorrer las calles de la ciudad vieja, viendo el atardecer reflejarse en la cal con que desde la colonia habían sido pintadas las paredes.
Creyéndose insignificante ante la grandeza del universo, cruzó el sector histórico y llegó a un lugar conocido como los “Quingos de Belén”. Ahí estacionó el carro y compró una tarjeta de teléfonos prepago. Luego comenzó el ascenso a la capilla de Belén. En ese momento sintió que la fuerza que lo impulsaba a subir, era la misma que movió a los primeros hombres a trepar a la copa de los árboles o a la montaña más alta para explorar el mundo, o que llevó a otros aún más osados a transgredir las leyes físicas de la naturaleza para tratar de entender a los hombres desde la luna.
Cuando cruzó el marco de ladrillo que lo conduciría a la capilla, intimidado por la mirada misericordiosa de una anciana que con un velo azul en la cabeza lo hacía pensar en la Virgen María, recordó la única vez que había estado allí. En ese entonces era tan sólo un niño, Esther lo llevaba de la mano y mientras veía los rostros de sufrimiento de las catorce estaciones talladas en piedra representando la pasión y muerte de Jesús, le contaba que en Semana Santa muchos creyentes solían
hacer de rodillas ese vía crucis.
La capilla estaba cerrada y la tarde se despedía con una escala de colores naranja. Con la brisa golpeando su espalda, Manuel vio la cruz junto al templo y escuchó a un policía de turismo explicarle a un grupo de la tercera edad que ese objeto de poder fue puesto con la intención de implorar el favor divino, para que Dios librase a la ciudad de los males de la época. Rezaba en la base de la Cruz de Piedra, con abreviaturas y en español de entonces:

En el norte “Vna Ave Ma a la M. de Miseri P. Q. no sea total la ruina”. En el sur: “Vn P. N. a Sn. Joseph P. Q. nos consiga buena muerte”. En el oriente: “Una Ave Maria a Santa Bárbara P. Q. nos defienda de los rayos. - Me fecit Michael Aquiloniam”. En el occidente: “Un P. N. a Jesús para que nos libre del Comején”.

Anochecía, el recuerdo de su papá lo puso muy triste. Embriagado por la visión panorámica de la ciudad, tomó el viejo teléfono que encontró en la oficina, lo recargó con la tarjeta prepago y llamó a su novia. Después de un efusivo saludo, informó que a ese número telefónico podía llamarlo, pues no debía encontrarse interceptado. Ella le preguntó acerca de la muerte de Lazzar.
Manuel le contestó que hasta el momento no había avances significativos al respecto, pero que la policía delegó en uno de sus agentes la investigación del crimen. También le contó que llamó a Nancy, la esposa de Jorge, y ella le confirmó que su esposo no tenía ningún motivo para suicidarse, mucho menos después de comprar los tiquetes para viajar a las Islas Griegas, donde celebrarían sus veinte años de matrimonio.
Cuando el agente Valdivieso interrogó al mesero, él aseguró que había sido un suicidio. Según Julián, en la terraza Jorge fumaba un cigarrillo y veía llover y relampaguear en dirección a la Torre del Reloj. No había nadie más ahí; sobre una de las mesas, Julián dejó el café. El vigilante testificó que vio al presidente de la Junta Directiva caer desde la terraza. Bajo el cuerpo de Jorge Ayerbe, en medio de fragmentos de la baranda se encontró una rosa blanca. Este hecho fue explicado por el agente Valdivieso, al considerar que en el momento de suicidarse él llevaba en sus manos esta flor, “como un símbolo de la pureza del acto que se disponía a cometer”.
Observando la cruz en piedra, Manuel le contó a Satine que Valdivieso pensaba que los únicos beneficiados con la muerte de Lazzar eran el actual presidente de la Junta Directiva y él.
— La verdad, cuando conocí a Rafael Eduardo, no me cayó bien —se apresuró a decir Satine—. Dije que tenía una mirada extraña, ¿lo recuerdas?
— ¡Sí! ¡Cómo iba a olvidarlo! También dijiste que era un hombre inteligente.
— Y tú que lo conoces mejor, ¿crees que él pueda estar detrás de esto?
— Es probable, además Rafael le compró a Nancy las acciones de Jorge.
— ¿Y qué porcentaje accionario tenía?
— El diez por ciento del total. En estos momentos Rafael Eduardo posee el veinticinco por ciento y yo, sólo un diez por ciento más.
— Amor, ten mucho cuidado.
— Claro que sí, no te preocupes. ¿Y cuándo es mi ceremonia de graduación? preguntó Manuel, llevando a su boca un cigarrillo.
— El primer viernes después de la Semana Santa, ¿vendrás?
— Por supuesto que sí, por nada del mundo me la perdería. Si deseas, después del grado, podrás venir conmigo. Luego de colgar el teléfono, Manuel permaneció largo rato ensimismado, buscando posibles relaciones entre el envenenamiento de Esther Arabia, el suicidio de Jorge Ayerbe y el asesinato de Lazzar. Estaba seguro que si alguien tenía motivos para asesinar a su papá, muy pronto tendría noticias suyas.
Además de los huéspedes y trabajadores que por esos días frecuentaban el hotel, Manuel tenía cinco posibles asesinos. El primero era el conserje, quien así no hubiera cometido el crimen, era cómplice del mismo, ya que Lazzar fue golpeado con el martillo de su caja de herramientas. Rafael Eduardo era el segundo de ellos. Entre muchas razones, sus sospechas eran ratificadas al saber que él se aprovechó de la viuda de Jorge para comprar las acciones del hotel que su esposo siempre se negó a venderle y de esta manera tener más poder dentro de la empresa. El tercer sospechoso era uno de los ex empleados, que perdió su trabajo al ser encontrado drogándose en el parqueadero. Nicolás, el jardinero, fue despedido porque la Fundación Arabia invirtió dinero para sacarlo de las drogas y él reincidió en esto. Como su padre le contó, Nicolás amenazó a Lazzar y por la fuerza lo echaron del hotel. El cuarto sospechoso era el señor de los tintos, pues fue la última persona que vio con vida a Jorge. Y el quinto sospechoso era el fantasma de la niña. Aunque Manuel no creía en apariciones, le llamaba la atención que ella fuera la culpable de todas las cosas extrañas que ocurrían ahí. Así que, como lo planteó Valdivieso, no se podía descartar esa idea en apariencia tan absurda.
Después de las anteriores reflexiones, recordó la maldición que un jesuita le echó a la ciudad: el día que la cruz de la iglesia de Belén caiga, los muertos saldrán de sus tumbas y la ciudad entera se destruirá. Desde entonces tres veces la cruz había sido destruida, el mismo número de veces que la ciudad quedó en ruinas.
Manuel vio en la cruz una fisura que le recordó las palabras del ritual cristiano: polvo eres y en polvo te convertirás y sintió el impulso de echarla abajo y desafiar el destino. Pensó que pronto esta cruz no resistiría el paso del tiempo y el Hotel Arabia, la ciudad y sus recuerdos se irían por la pequeña grieta que los rayos del sol habían dejado al descubierto.

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Biobibliografía

Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.

Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).