El agente Valdivieso se despidió de Manuel llevándose consigo el poema “Canción de los Ciruelos”. Sustentó que así el caso se encontrara resuelto, iba a buscar a Giovanni Quessep para preguntarle acerca del poema. Manuel lo acompañó hasta
la puerta del hotel, en el camino le dijo con desgano:
— No pierda más su tiempo: los escritores odian cuando les piden ese tipo de cosas. Una obra luego de ser publicada debe defenderse por sí sola.
— Tiene razón. Además, estoy convencido que Lazzar y Jorge sí se suicidaron. Lo mejor será dejar a Rafael Eduardo tranquilo y con discreción cerrar el caso.
— Eso es precisamente lo que debe hacer. Valdivieso, regáleme un minuto, ya lo alcanzo. —Manuel se acercó a Fabricio, el capitán de los meseros, que pasaba por ahí, y en voz baja le preguntó—: ¿Sabes si Darío fue a buscar a Salomé?
— Él estuvo ayer en el café, pero contrario a otros días, ella no se emocionó de verlo. Estaba seria y pensativa, al punto que Darío me preguntó si usted le había mencionado algo sobre el tema. Cuando Darío le recordó a Salomé sobre el favor que ella necesitaba, Salomé fingió no acordarse y le dijo que debió tratarse de algo sin importancia.
— No le quites los ojos de encima a Darío, estoy seguro que sabe más de lo que nos ha dicho. ¡Ahh!, y por favor cómprame una cajetilla de cigarrillos —dijo entregándole un billete —, yo estaré en la portería.
El agente Valdivieso había encendido su pipa. Al ver a Manuel, le dio una tarjeta de presentación, en donde aparecían sus datos personales.
— Si algo ocurre —dijo—, no dude en llamarme. Ahí aparecen mis nombres completos, por si los necesita para redactar la carta de agradecimiento al comandante de la Policía.
Cuando Valdivieso se abotonó el abrigo, pensó en la posibilidad de que Manuel le hubiera mentido. Pero no reparó en sus dudas y se marchó seguro de que Manuel se iba a convertir en el gran empresario que necesitaba la región. Tenía las características más importantes para ser un exitoso profesional: era curioso y creativo. La solución de aquellos asesinatos resultó ser la menos traumática: la relación de Rafael Eduardo y de su amante continuaba siendo a escondidas; se preservaría la memoria de Lazzar, como un hombre integral que hasta el día de su muerte, hizo su voluntad. Manuel ya podría dedicarse de lleno a los negocios; la tía Esther, sabiendo que un salmón la tuvo al borde de la muerte y no un sofisticado veneno, con total tranquilidad presentaría su libro el Viernes Santo y el aura mística del hotel, donde hasta los fantasmas eran sospechosos, gracias a un poema que resolvió el caso, seguiría alimentándose.
Y, si todo continuaba su orden lógico, con la carta de agradecimiento de Manuel y de Rafael Eduardo, él recibiría un merecido ascenso.
Ocupado en estos pensamientos, Valdivieso atravesó la Plazoleta de la iglesia de San Francisco, en donde se detuvo a observar a un grupo de hombres y mujeres practicando una disciplina en la que se conjugaban las artes marciales con la
música y el baile.
— Se llama capoeira y se originó con los esclavos del Brasil — le informó uno de los espectadores.
Al agente Valdivieso le molestó ver la plazoleta de tan hidalga Iglesia convertida en el punto de encuentro de gente tan extraña, como los bailarines peleadores que hacían música con palos, tambores y semillas, o el grupo de punks que, al otro extremo de la plazoleta, bebía un licor del mismo color de sus cabellos. Valdivieso supuso que las autoridades cambiaron el sentido de la estatua en bronce de Camilo Torres Tenorio, ubicada en medio de la plazoleta, para que no presenciara semejante espectáculo. Como recordó, Camilo Torres, uno de los hijos más ilustres de la ciudad, fue fusilado por la espalda, como a un traidor y su cuerpo fue colgado en una horca y luego descuartizado. Le cortaron la cabeza y la mantuvieron exhibida a la suerte de los gallinazos, creyendo que “la patria boba” no buscaría más su libertad.
Atravesó la calle de la iglesia de San Francisco con la intención de tomar un taxi, pero como aún era temprano, sin darle mayor importancia al consejo dado por Manuel, decidió buscar al autor de “Canción de los Ciruelos”. Su intención era ajustar las piezas del rompecabezas para escribir su informe y cerrar el capítulo sobre “los asesinatos del Hotel Arabia”. La ciudad entera se preparaba para celebrar la procesión del Miércoles Santo. Midiendo cada uno de sus pasos y exhalando su pipa, Valdivieso caminó la cuadra de la Registraduría Municipal.
Al otro lado de la acera, un anciano que fue rector de la universidad, se persignaba frente a una cartelera en donde hacía más de un siglo las familias dolientes anunciaban la muerte de sus seres queridos e invitaban a los amigos y deudos del difunto a las ceremonias religiosas que se llevarían a cabo en su memoria. El viento soplaba fuerte y nubes negras se posaban sobre la ciudad. Una cuadra más adelante, Valdivieso vio a uno de sus amigos de infancia, entrando al edificio de la Cámara de Comercio. Entonces pensó que si recibía un ascenso iría a visitarlo.
Frente a la Plaza Central, en donde se dice que reposan los restos de “nuestro Señor Don Quijote”, Valdivieso vio a un grupo de policías subir a alguien a la patrulla. Intrigado se acercó y se dio cuenta que se trataba de Casimiro, el indigente cliché de los fotógrafos de la ciudad. Éste era calvo, grande y de raza negra, además de sucio, barbado y desprendido de todo, incluso de partes significativas de sus pantalones de costal raído, que dejaban ver el panal de avispas de su descomunal
obra de arte. Se acostaba en las esquinas a vivir del aire: su pereza no le permitía estirar las manos de uñas insecticidas y pedir limosna. Valdivieso no alcanzaba a entender cómo había podido evadir los controles de la fuerza pública, ya que todos los años, una semana antes a esta fecha, en sus esfuerzos por engalanar la ciudad, ellos recogían a los indigentes, locos y destechados, y, durante dos semanas, los desaparecían.
Un olor a pan fresco lo atrajo en la siguiente cuadra. A su costado brillaba la pirámide del Morro, construida por los indígenas previa orden de los conquistadores españoles. Valdivieso entró a la pastelería y compró una barra de pan aliñado y una bolsa de leche. En la misma cuadra, antes de cruzar la calle, se topó con músicos que entraban a la iglesia de Santo Domingo. Supuso que venían de Chile a participar en el Festival de Música Religiosa, porque vio que una mujer
muy linda, de ojos grandes, cabello negro y brakes, tenía en el estuche de su violonchelo una calcomanía que decía: ¡Viva Chile! El agente Valdivieso dobló la esquina y sin dejar de pensar en ella, llegó a la librería Macondo. Alguna vez su sobrina, estudiante de literatura y alumna de Giovanni Quessep, mencionó que el poeta solía estar ahí después de dictar clases.
Según observó, en esa librería lo menos importante era vender libros, ya que fue atendido sólo cuando cinco personas terminaron de discutir sobre un libro que uno de ellos pensaba publicar. Valdivieso guardaba la esperanza de que alguno de ellos fuera el poeta. La discusión radicaba en si era un buen recurso literario incluir como personaje de una novela a un loco de la ciudad, que por efectos alucinógenos se transmutaba en un poeta memorable de las letras hispánicas.
“¡Y dale con Casimiro!”, pensó Valdivieso.
Una vez se concluyó que sólo el tiempo señalaría el valor de aquella novela, un hombre de estatura baja se levantó de su silla y mirando a Valdivieso de arriba a abajo, con acento sureño le preguntó qué se le ofrecía. Él, alisándose la barba, le
contestó que buscaba a Quessep. El librero le contestó que esa tarde el poeta no había ido a saludarlos, y, dándose la vuelta, con gran solemnidad le acercó un libro de pastas blancas, argumentando que Giovanni Quessep era su obra y en ella lo encontraría. Valdivieso se despidió del librero y, llevando en una mano el pan y la leche, y en la otra, “El Libro del Encantado”, se alejó sonriendo por la habilidad de este hombre para incentivar una compra después de tan larga espera.
A Johann Rodríguez-Bravo, estas fantasías tan mías como suyas.
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Acerca del autor
Biobibliografía
Una tarde cualquiera, cuando estudiaba administración de empresas en la Universidad del Cauca y salía de la biblioteca con una novela bajo el brazo y no con el libro de matemática financiera que necesitaba, entendí que mi vocación era la literatura. ¡Sí, la literatura! No fue sencillo reconocerlo y menos aceptarlo, al punto que aún no me dedico de lleno a las letras.
Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).
Nací en Popayán (Colombia) en abril de 1980, ciudad que como un Aleph superpone presente, pasado y futuro. En el 2001 obtuve una mención de honor, en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Radio Universidad del Cauca. El cuento finalista fue Cábala en Re Menor y salió publicado en la antología Al Filo de las Palabras. Tres años después, junto a entrañables amigos, fundamos la Revista Cultural La Mandrágora, de la que soy director. En junio de 2006, fui becario de la Fundación Mempo Giardinelli y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos), en el Seminario de Literatura y Crítica, realizado en Resistencia (Argentina).
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